RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

miércoles, 29 de mayo de 2013

ISLAM Y OCCIDENTE

El autor de "Islam y Occidente", Marco Cimmino


A petición nuestra, Marco Cimmino nos ha honrado con esta contribución, permitiéndonos publicar la traducción de uno de sus lúcidos textos en primicia para nuestra bitácora de RAIGAMBRE. Es de agradecer la disponibilidad y gentileza con la que nos ha distinguido el historiador italiano al permitirnos traducir al español por vez primera uno de sus textos, publicados en la muy autorizada y recomendable revista Storia Veritá (revista que tenemos el gusto y el honor de enlazar aquí).

Merece la pena presentar a nuestro ilustre colaborador, habida cuenta del vacío cultural que impera sobre esta nuestra España contemporánea.

Marco Cimmino (Bérgamo, 1960) hizo su servicio militar en el 5º Regimiento Alpino y se licenció en Historia Medieval en Milán. Desde entonces ha compaginado la docencia con la investigación histórica, a la vez que con la actividad periodística, convirtiéndose en una de las voces más autorizadas en Italia. Su atención investigadora la focalizó en la Primera Guerra Mundial, especializándose en esta etapa. Es presidente del jurado del Premio Internacional I. F. M. S. de la Associazione Nazionale Alpini, miembro de la Sociedad del Museo de la Guerra de Rovereto y de la Sociedad Italiana de Historia Militar. Asimismo forma parte de la comisión científica del Festival Internacional de Historia de Gorizia y es socio académico del Grupo Italiano de Escritores de Montaña. En su faceta periodística podemos destacar que colabora con Radiouno Rai, en el programa “L’Argonauta”, y ha firmado numerosas cabeceras. También es autor de varios manuales didácticos de la asignatura de Historia para la Escuela Superior Italiana. Entre sus publicaciones más recientes cabe destacar “La conquista dell’Adamello”, “La storia Della scuola italiana. Cronaca di un desastre annuciato”, “Da Yalta all’11 settembre”, "Pellegrini in grigioverde” y “La conquista del sabatino”. Ha participado en tres antologías de cuentos fantásticos, al cuidado de G. de Turris: “Se l’Italia”; “Altri Risorgimenti” e “Apocalissi”.

"Islam y Occidente" es un texto que da buena cuenta de la lucidez del historiador italiano. Pensado para un número que la revista Storia Veritá dedicó a las relaciones entre el mundo occidental y el mundo islámico, Marco Cimmino se ocupa de precisar a modo de preámbulo las diferencias oportunas que permitan comprender un mundo y el otro. Con un exquisito respeto por el Islam, el autor se aparta no obstante de las interpretaciones simplonas que tanto abundan hoy en Europa, sobre todo en España, y que son el síntoma más notable de la crisis de valores que sufrimos, crisis debida al relativismo y a la endofobia preponderantes en un occidente secularizado que no se respeta a sí mismo. La receta que recomienda el historiador es el mutuo conocimiento y el recíproco respeto entre dos mundos que han sido vecinos durante tantos siglos, repletos de relaciones pacíficas y bélicas.




Europa, esa extraña aleación de germanos y latinos, unidos por el Sacro Imperio Romano-Germánico y la Cristiandad
 



Artículo original de Marco Cimmino


Introducción, Traducción y notas de Manuel Fernández Espinosa



Si la historia fuese realmente tal y como la imaginaba Giambattista Vico (1)*, esto es: si se caracterizara por el “corsi e ricorsi” el problema de la compleja y controvertida relación entre el Occidente cristiano y el Islam ni se plantearía, pues no habría nadie para contarlo, ya que, conforme a la regla, debiéramos estar todos islamizados. Esto se debe, en efecto, a que en el curso de la historia euromediterránea se ha repetido el mismo patrón: una historia hecha de hegemonías sucesivas, determinadas en cada ocasión por factores diversos, pero con una matriz común, que es la de la juventud o, si se prefiere, la del vigor étnico, que prevalece sobre la decadencia.

En efecto, en los últimos cuatro mil años de historia el testigo ha pasado por varias manos: de los pelasgos a los indoeuropeos, de los asiáticos a los aqueo-dorios, de los púnicos a los romanos, hasta los tiempos más recientes y más calamitosos, en los que, a manera de oleadas, los pueblos germánicos en plena expansión migratoria, se empujaban los unos a los otros hacia el oeste y hacia el sur, fundando reinos y destruyendo otros. Vándalos, visigodos, francos, sajones, burgundios, hasta los longobardos y, por último, los alamanes y húngaros, invadieron el continente, con un flujo casi continuo de migraciones, a veces pacíficas, pero con mayor frecuencia acompañadas de un séquito de terribles estragos, formando aquella extraña aleación de romanos y germanos que, entre el siglo V y el XI después de Cristo, ha dado vida a la Europa moderna.

En suma, la historia de Europa, hasta este punto, habría encarnado perfectamente aquella idea de “corsi y ricorsi” a la que aludíamos arriba. Pero, sobre el escenario de la historia aparecieron los árabes, y las cosas cambiaron definitivamente. Para comenzar, los árabes no eran un pueblo cohesionado, pequeño y combativo, como lo habían sido las tribus germánicas y tampoco tuvieron una tecnología superior, como la que tuvieron los aqueos con las armas de hierro, sino que eran una mezcolanza de tribus, dispersas sobre un territorio muy amplio, divididas por la religión y las costumbres. El elemento de cohesión, que los hizo tan poderosos y permitió una rauda expansión fue la fe: la predicación de Mahoma se transformó en una formidable energía propulsiva y la doctrina de la Yihad, de la difusión tanto pacífica como coactiva del Islam, fue el motor. No fue, por lo tanto, la búsqueda de mejores pastos y el botín de las razzias lo que impulsó a los ejércitos musulmanes a la conquista del Mediterráneo y de las estepas asiáticas, un vasto espacio para convertir, sino que fue una empresa fanática de los misioneros en armas. El equivalente de las invasiones bárbaras, pero con el Corán debajo del brazo, en otra época y sobre otras líneas directrices.

Hay que decir que los árabes o, al menos, la "civilización andalusí* alcanzó precozmente elevados niveles de cultura y refinamiento: lo que nos permite dudar del axioma según el cual un pueblo grosero y belicoso tiende a prevalecer sobre un pueblo refinado y pacífico. En el caso de la guerra de España, los rudos, en todo caso, fueron los caballeros visigodos y francos: Roldán, comparado a un guerrero musulmán andalusí, ofrecía todo el aspecto de bárbaro. Y no tenemos, sin embargo, que creer que las dinastías andalusíes y los soberanos hispano-godos invirtieron todo su tiempo libre degollándose los unos a los otros: desde el principio del siglo VIII que marca el afianzamiento musulmán en la Península Ibérica y hasta el final de la Edad Media, hubo intercambio cultural y comercial constante entre el Occidente musulmán y el Oriente cristiano, en una visión histórica que no sólo subvierte los estereotipos, sino que incluso trastorna nuestro imaginario geográfico, apegado a la idea de un oriente islámico y un occidente eurocristiano. Pero tampoco, en este sentido, conviene exagerar: hubo intercambios, y fueron cruciales para el renacimiento cultural europeo, que debe precisamente a estos contactos la recuperación de la cultura griega, que de otra forma se hubiera perdido (2)*. Pero decir esto no equivale a decir que las relaciones entre la España musulmana y la Cristiandad romano-germánica fueran idílicas: era una época de guerras y violencia. Fue, sin embargo, también una época en que las relaciones entre los poderes particulares sobre el territorio tuvieron un aspecto netamente privado, debido en gran medida a la ausencia de un fuerte control del poder central. Todo esto determinó una situación extremadamente diversa e irregular, que nos impide generalizar. En definitiva, la convivencia y la buena vecindad entre el Islam y la Cristiandad dependieron de las circunstancias y situaciones concretas: esto, sin embargo, permitió una influencia recíproca superior a cuanto se cree por lo común y más de lo que transmiten las fuentes que, recordemos, son ante todo literarias y, por lo tanto, quedan sujetas a inevitables amplificaciones de los aspectos polemológicos.

Cabe señalar, por ende, que las escaramuzas y guerras eran la norma de la vida cotidiana de la sociedad de aquellas calendas y se combatían, a menudo a título personal, en un ambiente de anarquía, "todos contra todos", y no tan solo por la diferencia religiosa, sino que, muy a menudo, resultaban ser diferencias y contenciosos entre miembros del mismo credo. Había, huelga decirlo, las guerras de religión: la historia de la "Reconquista", la de Navarra y Asturias, la misma historia de Francia, parte de la Liguria y de la de Italia, aportan abundantes testimonios, pero hay que decir que esta situación, a diferencia de aquella descrita arriba, no representaba la regla.

Henri Pirenne (3)*, en su celebérrimo ensayo “Mahoma y Carlomagno” postuló por vez primera, allá por 1937, la responsabilidad directa del Islam en la clausura efectiva de la experiencia política del Imperio Romano: desde entonces, esta visión se ha convertido, paulatinamente, en la dominante, hasta haber sido aceptada a todos los efectos en la historiografía occidental. Si lo pensamos, en el fondo, la culpa principal de la expansión árabe de los siglos VII y VIII fue justamente ésta, y la desconfianza y el miedo de occidente desfondaron las propias raíces en este terrible hiato, que ha separado las dos orillas del Mediterráneo, creando una fractura entre África y Europa que a día de hoy existe todavía: para los romanos, no había una diferencia sustancial entre Leptis Magna y Neapolis, porque siempre fue Roma en cualquier parte. Podemos decir que la geopolítica euromediterránea moderna tuvo su origen en este imponente fenómeno, que se convirtió en el tema dominante de una relación tan difícil y que traería tantos acontecimientos. Otro error de valoración que, a menudo, se comete (y digamos también que se comete por el bizantinismo de los nombres altisonantes e incluso ante las cámaras de televisión) es el que confunde la civilización árabe con la expansión turca, que tuvo un carácter harto peculiar.

"Don Rodrigo en la batalla de Guadalete", óleo de D. Marcelino Unceta y López (1835-1905), obra de 1858, Museo de Zaragoza


La primera oleada islámica, es bueno recordarlo, fue la acaudillada por la dinastía Omeya, que se expandió por África septentrional y por Asia, llegando a desdibujar las fronteras del Celeste Imperio (China): todavía bajo los Omeyas, en la batalla de Karbala (año 680) se produce la fractura principal en el seno del Islam, dividiéndose éste en sunnitas y chiítas. Sin embargo, la batalla de Guadalete*, entablada contra los visigodos en el año 711, permitió a los árabes conquistar la mayor parte de España: pero, con todo y con eso, la era de los Omeyas estaba tocando a su fin. Serán sucedidos, tras la Batalla del Gran Zab (año 750), por la dinastía de los Abasidas, ligada a un florecimiento de las artes en el mundo islámico. Pero, en realidad, bajo la hegemonía de los Abasidas también vino a crearse progresivamente una serie de potencias semi-independientes, como la de los almorávides en España o los fatimíes en Egipto: podemos decir que esto se convirtió en norma del imperio islámico, que se transmutó en una multitud de pequeños estados independientes "de hecho", aunque no lo fueran "de derecho".

El Islam de Anatolia nació de supuestos muy diferentes al Islam originario y tuvo, en todo caso, caracteres comunes con las migraciones germánicas de los siglos V y VI: los turcos eran un pueblo joven, dinámico y violento, mucho más rudos que las dinastías árabes a las que usurparon el territorio y el papel preponderante. Comparecieron más tarde y más tarde se convirtieron al Islam, con el fanatismo propio de los recién llegados. También tenían rasgos completamente distintos en lo militar y en el modo de expandirse. Después de la conquista de Constantinopla, se mueven en dirección noroeste, en vez de hacerlo hacia el suroeste, esto tal vez ocurrió por parecerles los territorios de los Balcanes más semejantes a los lugares de donde procedían, así como el norte de África debió parecerles a los árabes el terreno ideal para propagarse en su primera oleada. Sin contar también que los turcos habían eliminado, gradualmente, los dos mayores obstáculos para una penetración islámica en la cuenca del Danubio, a saber: el Imperio Bizantino sobre tierra firme y Venecia sobre el mar: esta larga onda expansiva disminuyó solo después de la terrible debacle de Lepanto* (año 1571) y, sobre tierra firme, tan solo en los albores del siglo XVIII, en la época de Eugenio de Saboya.


Los Húsares Alados, caballería polaca y lituana, que se distinguió en su intervención para levantar el Sitio de Viena

Por lo tanto, la amenaza islámica sobre Europa se localiza, en rigor, en dos momentos precisos, muy diferentes por motivaciones y alcances: la primera fase de expansión es la que va, más o menos, desde los inicios del siglo VIII hasta el final del IX; la segunda es la penetración turca en el Mediterráneo central y en los Balcanes, que tuvo lugar entre el siglo XV y el siglo XVIII. Todo ello, salpicado de enfrentamientos y conflictos de carácter episódico o circunscrito. Sin embargo, las huellas profundas de esta relación ambivalente están presentes en casi todos los lugares de Europa: las torres vigías demuestran una preocupación constante por las correrías de la morisma, las periódicas colectas por el continente para armar tropas y navíos son una constante de la legislación medieval. Las cruzadas no terminaron en el siglo XIV, sino que continuaron, incluso en el vocabulario político, hasta la edad moderna: eran, por así decirlo, la nota distintiva de la Cristiandad, hasta las postrimerías del Siglo de las Luces*.

Así pues, a la luz de lo transcurrido, ¿es posible prever una convivencia pacífica entre el Islam y el mundo occidental?

Empecemos por decir que, como siempre, hay un islam y otro tipo de islam, así como hay un cristianismo y otro tipo cristianismo: como europeos, tenemos la tendencia de no hacer demasiados distingos dentro de lo que sucede fuera de nuestro universo. En cambio, para comprender las múltiples relaciones que Europa está trabando con el mundo musulmán, es necesario aceptar el hecho de que aquel mundo también ha vivido tormentosas divisiones y verdaderos cismas en su seno y que, hoy como ayer, es cualquier cosa menos algo homogéneo. Las crónicas periodísticas nos ponen ante los ojos constantemente el profundo contraste que divide a los chiítas y a los sunnitas: no se necesita mucho tiempo para darse cuenta de que hay un Islam moderado, al lado de un fundamentalismo que tiene, es inútil negarlo, las características de una auténtica xenofobia. Así somos nosotros también, por otra parte: y también hemos experimentado terribles cismas y guerras feroces de religión. Sería equivocarse del todo considerar al Cristianismo y al Islam, cada uno por su parte, como fenómenos unívocos y ecuménicos.

De aquí podemos extraer una primera conclusión: la historia nos enseña que hechos y fenómenos nacen y existen bajo la bandera de la multiplicidad y no de la unicidad. Por esta razón, carecería de sentido el ocuparse de relaciones entre Europa y el mundo musulmán sin tener en cuenta esta multiplicidad: un análisis que no parta del dato fáctico de encontrarnos en presencia de una religión, que es también fuente de derecho, enormemente mudada y mutable, según las épocas y lugares, es un análisis que no puede llevar a ninguna conclusión científicamente aceptable. De hecho, la sensación es que, en casos como este, muchas veces la historia es sólo un instrumento demagógico para reforzar algunas tesis políticas. Y las buenas prácticas, por lo tanto, se confían a una terminología que tenga en cuenta esta variedad y complejidad, hablando de “mahometanismos” en plural, en vez de hablar de un único y monocromático mahometanismo en singular. El empleo del plural, entre otras cosas, permite subrayar que, habida cuenta de estas variaciones sobre el tema islámico, no siempre se han mantenido caracteres exclusivamente religiosos, sino que se han mezclado a menudo factores que tienen poco de religiosos.

Sea una postrera consideración: el mundo islámico ha nacido casi seiscientos años más tarde que el Cristianismo, sin contar que este último ha podido contar con una base territorial homogénea por cultura, lengua y tradición, cosa que los musulmanes obtuvieron al precio de largos y fatigosos esfuerzos. Va de suyo que el mundo islámico, comparado con Occidente, presenta un vacío en términos de cultura jurídica y social: en la práctica, el estadio de evolución antropológica del Islam es, en algunos aspectos, similar al de la Europa tardomedieval. Aunque se consideren los factores osmóticos (de recíprocas influencias), los intercambios, los contactos: a pesar de todo eso, es innegable que algunos aspectos de la cultura islámica nos resultan inevitablemente primitivos, especialmente en lo que concierne a la doctrina social. Porque, en el fondo, es como si, en el curso de su evolución, la Ilustración* no hubiera llegado a los musulmanes. Lo cual sea dicho no para polemizar con el mundo islámico, sino para tratar de explicar fenómenos y conductas, que de otro modo resultarían muy difíciles de comprender. Por otro lado, la Doctrina Social de la Iglesia, en las últimas tres centurias, ha experimentado enormes cambios: no hay motivo para creer que esto no pueda verificarse algún día también en la religión mahometana.

En conclusión, el tema entraña problemas complejos: bienvenido sea el esfuerzo común de todos para abrir un camino de convivencia pacífica que, para ser posible, pasa a través de la recíproca comprensión. Es, precisamente, el cabal concepto de reciprocidad el que siempre ha faltado en las relaciones entre estos dos mundos: en el fondo, actualmente, la actitud de la Iglesia frente al universo musulmán consiste simplemente en acogerlo, sin pretender nada a cambio. Lo cual es digno de alabar, considerándolo desde la caridad, pero cruje sobre el terreno de la historia. Especialmente, teniendo en cuenta la espantosa crisis de valores que Europa está atravesando. Una experiencia de quince siglos nos enseña que el único modo de habérselas con estos vecinos nuestros, tan similares y tan distintos de nosotros, es ponernos sobre un plano paritario: en el mismo momento en que nos rebajamos, es cuando justamente (también en lo psicológico) se desencadena el mecanismo de la Yihad. El respeto ha de ser recíproco, como lo era en los tiempos de la España andalusí*. Ciertamente, se trata de una historia, como se decía al principio, controvertida y compleja: las Cruzadas, la Reconquista, Lepanto, Viena... Han dejado secuelas muy hondas y han cavado surcos que dividen más que unen. Es superándolos como puede pensarse un futuro de civilizada convivencia: nunca suprimiendo esos surcos. Pues la historia, cuando se sepulta bajo la mentira y el olvido, invariablemente, retorna. Y tal vez lo haga bajo la forma de íncubo.

NOTAS:

1. Giambattista Vico (Nápoles, 1668-Nápoles, 1744) fue abogado y un notable filósofo de la historia. En 1725 publicó por vez primera su obra "Scienza nuova", que más tarde conocería otras dos ediciones ampliadas en vida del autor. Una de las expresiones que caracterizarían su rico pensamiento fue la de "corsi e ricorsi". Para Vico el progreso no es indefinido ni puede serlo. Por el contrario, la ley de Vico implica la decadencia y la desaparición de las culturas y, por lo tanto: "el retorno al principio". Observando el proceso del origen, desarrollo y ocaso de las sociedades, el filósofo napolitano extrajo reglas. El número 3 preside el sistema de Vico que establece para cada nación tres especies de naturaleza, tres especies de costumbres y tres especies de derechos naturales, tres especies de gobierno, tres especies de caracteres, tres especies de autoridad y tres "clases de tiempos": divino, heroico y humano. Uno de los primeros introductores de Vico en los círculos intelectuales españoles fue nuestro D. Juan Donoso Cortés que, entre septiembre y octubre de 1838, publicaría una serie de artículos sobre la Filosofía de la Historia de Vico en "El Correo Nacional" [que se vieron incluidas por el hispanista Hans Juretschke, encargado de compilar la obra donosiana, en las "Obras completas de D. Juan Donoso Cortés", tomo 1 (Madrid, 1946)]. Recomendamos su lectura. Para una aproximación al pensamiento de Vico recomendamos también la lectura del ensayo de Isaiah Berlin, "Vico y Herder: dos estudios de historia de las ideas" (año 1976).

2. En efecto, el occidente latino tuvo que prescindir de la mayoría de las obras que componían el Corpus Aristotelicum. El mundo islámico sí que pudo acceder a muchas obras aristotélicas, tras la conquista de Siria, en donde se conservaban textos aristotélicos en posesión de las comunidades cristianas de oriente. En Bagdad, los califas Abasidas (750-1258) fundaron una escuela en la que sabios musulmanes tradujeron al árabe obras del Estagirita. Al-Kindi, Al-Farabí, Avicena emplearon obras de Aristóteles, aunque muy mezclado con Platón; obras que se habían perdido para la Cristiandad hasta que los musulmanes las trajeron a Córdoba. Aquí, en Córdoba, Averroes se aplicó a purificar los textos. Las escuelas de traductores, tanto de Toledo como del Sur de Italia, contribuyeron a rescatar los textos de Aristóteles para la Cristiandad. Santo Tomás de Aquino realizaría la gran síntesis entre el pensamiento peripatético y el cristianismo, a despecho del averroísmo latino que desató las razonables sospechas de la Inquisición, puesto que los secuaces de Aristóteles -musulmanes y cristianos- se servían de una hermenéutica que, como la de Averroes, no podía aportar una conciliación razonable entre Fe y Razón; cuestión que definitivamente salvó el Aquinate.

3. Henri Pirenne (Verviers, 1862-Uccle, 1935) fue un famoso historiador belga, profesor de Historia desde 1892 hasta 1935 en la Universidad de Gante. Pirenne rompió con el inveterado prejuicio que sostenía la tradición historiográfica, cuando ésta fijaba el principio de la llamada Edad Media con la Caída del Imperio Romano de Occidente. En el año 476 Odoacro, régulo de los hérulos, depuso al último emperador romano, Rómulo Augústulo, y la historiografía tradicional entendía que acababa la Antigüedad y comenzaba la Edad Media. Sin embargo, el historiador belga defendió la novedosa tesis propia de que los bárbaros no truncaron la continuidad del Imperio, aunque vencieran a los romanos, sino que lo prolongaron hasta la invasión árabe de Europa en el siglo VII, que se convierte así en el acontecimiento que para Pirenne abre la Edad Media.

(*) Los asteriscos sin numerar corresponden a ciertos términos y expresiones que hemos traducido a la manera española y que queremos comentar aquí, para dar cumplida cuenta de nuestra labor. Tenemos que precisar que, pese a los intentos supranacionales de uniformarlo todo en Europa, el vocabulario que maneja la historiografía varía de país a país.  En ese sentido, el texto original de Marco Cimmino, pensado para italianos, emplea un nomenclator que difiere del que se estila en la historiografía española: por ejemplo, en el texto original la Batalla de Guadalete (711), en la que se eclipsó el Reino Godo de Toledo y el último de los reyes godos desapareció, es denominada Batalla de Jerez de la Frontera en el texto original. Y, siguiendo la tradición veneciana, la Batalla de Lepanto es llamada Batalla de Curzolari. Hemos preferido traducir según la tradición española, pensando en nuestro público hispanohablante. También hemos traducido como "Ilustración" lo que, sabido es, se usa en Italia llamando "Illuminismo": nos referimos, para ponernos de acuerdo, a lo que en alemán se llamó "Aufklärung". Sí que hemos traducido "Siglo de las Luces" cuando el autor lo ha escrito así en italiano. También precisamos que en italiano hemos encontrado la expresión "civiltà mozarabica" que nosotros hemos traducido como "cultura andalusí", puesto que en España se entiende como "mozárabes" a aquellos hispano-godos cristianos que tuvieron que vivir en territorios ocupados por el poder islámico en régimen de sumisión. Siempre que el lector se encuentre con un término de la familia "andalusí" es cosecha nuestra y traducimos con ello lo que en italiano figura como "mozarabico": lo propiamente musulmán durante la ocupación de la Península Ibérica por parte islámica.



Giambattista Vico


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