RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

miércoles, 2 de octubre de 2013

"EL CONCEPTO DE INHABITACIÓN", POR ALBERTO BUELA



El concepto de inhabitación

                                                                                  Alberto Buela(*)


Desde que salió editado, allá por 1971, el opúsculo de Nimio de Anquín De las dos inhabitaciones en el hombre, nos llamó la atención el término inhabitación.

Claro está que el filósofo cordobés dio por conocida la palabra y no se ocupó de explicarla. Inhabitatio-onis: morada de  Dios por acción del Espíritu Santo en el alma del justo.

Años más tarde leyendo a uno de los grandes teólogos contemporáneos, el dominico español Royo Marín (1913-2005), éste afirmaba que: uno de los temas más santos y sublimes de toda la sagrada teología es la inhabitación del Espíritu Santo en el alma”.

Veamos si podemos decir algo más al respecto.

Es sabido que Dios para la teología cristiana es la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tres personas distintas y una sola naturaleza. La relación de las personas es estudiada bajo el nombre de perichorésis, en latín circuminsessio y en castellano circuminsesión, lo que quiere decir que la relación del Dios Trino se intensifica por la relación de circularidad entre las personas divinas.

Esta idea de circularidad circum viene de la filosofía griega que la tenía por la expresión de lo perfecto, lo mismo que la idea de relación que en ellos era denominada pros ti= respecto a algo. La relación depende de otras cosas. Tiene lugar entre dos o más sustancias y, al mismo tiempo, es la menos sustancial de todas las categorías Ejemplo clásico de términos relativos son padre respecto de hijo como hijo lo es de padre o alto de bajo y viceversa o izquierda de derecha.

En el seno de la Trinidad, el Padre engendra al Hijo. El Hijo es engendrado pero no creado por el Padre, mientras que el Espíritu Santo no es tampoco creado ni engendrado como el Hijo sino que “procede” del amor mutuo entre el Padre y el Hijo. Así, la espiración o exhalación de ese soplo amoroso que sale del Padre y del Hijo da lugar al Espíritu Santo.

Dios como amor, Dios como ágape, se muestra en su plenitud en tanto que el Padre ama al Hijo, el Hijo ama al Padre y estos dos amores inmensos  se expansionan como un soplo que se hace como ellos real, sustancial, personal y divino: el Espíritu Santo. Este es el gran misterio de il Dio ignoto, del que solo sabemos por la revelación.

Ahora bien, estas son las acciones de Dios hacia adentro, ad intra mientras que sus acciones hacia afuera, ad extra las realiza por acción del Espíritu Santo en el alma o la conciencia del hombre y que se denominó técnicamente inhabitación. Por ella el Espíritu Santo habita en el hombre y ello le permite a éste barruntar, al menos algo, del misterio de realidad divina. Este ha sido un privilegio de algunos místicos.

El Espíritu Santo, el gran desconocido, como lo denomina el mencionado Royo Marín, aparece en el Evangelio solo bajo tres imágenes: a) bajo forma de paloma se posó sobre el hombro de Jesús luego de su bautismo. b) como nube resplandeciente que cubre a Jesús en su transfiguración en el monte Tabor y c) como lenguas de fuego en el cenáculo de Jerusalén que se posan sobre la cabeza de los discípulos  y comenzaron a hablar distintas lenguas.

La inhabitación, como hemos dicho, de alguna manera nos diviniza y nos “hace partícipes de la divina naturaleza” (2 Pe 1,4) y, además, el Espíritu Santo nos infunde las virtudes infusas y sus dones.
Las virtudes infusas o teologales (fe, esperanza y caridad) son las que Dios a través del Espíritu Santo infunde en el alma del hombre. Se distinguen las teologales (fe, esperanza y caridad) dirigidas al fin sobrenatural y, las cardinales, que se dirigen a los medios (prudencia, justicia, fortaleza y templanza).

La diferencia de estas virtudes infusas con las virtudes meramente éticas, es que estas últimas se mueven en el orden natural, mientras que las infusas necesitan siempre para pasar al acto de una gracia actual procedente de Dios. Esto fue conocido como la moción del Espíritu Santo.

Los dones

La moción donal del Espíritu Santo reconoce siete: temor de Dios, fortaleza, piedad, consejo, ciencia, entendimiento y sabiduría. El número siete indica aquí plenitud.

Los tratadistas entran a jugar acá con todo un sistema de vicios y virtudes que como es sabido, es un sistema abierto pues nadie ha podido determinar con certeza cuántos y cuáles son, desde Platón y Aristóteles hasta Max Scheler y Otto Bollnow.

Así a estos dones, siguiendo la teoría de la virtud enunciada por Aristóteles, les corresponderían sus vicios opuestos: soberbia, cobardía o flojedad, impiedad o dureza del corazón, precipitación o lentitud excesiva, ignorancia, ceguera o embotamiento espiritual y estulticia o fatuidad, como incapacidad para juzgar de las cosas divinas.

A su vez a estos dones se los vincula con el sistema de las virtudes que nos viene desde Platón: El temor de Dios con la esperanza y la templanza, la fortaleza con su homónima en el orden natural, la piedad con la justicia, el consejo con la prudencia, la ciencia con la fe, el entendimiento con la fe y la sabiduría con la caridad.

A su vez, y en esto la escolástica maestra en dividir y subdividir ad infinitud, cada una de estas virtudes eran divididas en muchas otras, así por ejemplo: en la prudencia se distinguían ocho momentos: memoria del pasado, inteligencia de lo presente, docilidad, sagacidad, razonamiento, providencia, circunspección, precaución o cautela.

Pero esto no termina acá, tenemos además los frutos del Espíritu Santo que según la Vulgata son doce: caridad, gozo espiritual, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad y según San Pablo (Gál. 5,22-23) son nueve: caridad, gozo espiritual, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza.

El problema desde el punto de vista filosófico es que tanto los dones como los frutos del Espíritu Santo no son hábitos sino actos y que como tal pueden ser múltiples y variados. En una palabra, pueden ser más o pueden ser menos.

Brevemente, como para que una cabeza moderna tan alejada de estas sutilezas, con sus divisiones y subdivisiones, tratemos de explicar los dones del Espíritu Santo.

Así, apenas decimos, temor de Dios, nos salta la objeción:¿si Dios es bueno cómo le vamos a temer?

Este primero de los dones quiere significar el sentimiento reverencial hacia la majestad de Dios que se manifiesta a dos puntas: a) por la detestación del pecado y b) por la infinita pequeñez nuestra.

Mientras que la virtud cardinal de la fortaleza ofrece el coraje necesario para afrontar toda clase de obstáculos, el don de la fortaleza infunde la confianza de afrontarlos y superarlos a todos cualquiera sean sus dificultades.

La piedad muestra el cariño filial hacia Dios como Padre lo que despierta un afecto fraternal con el resto de los hombres hijos de un mismo Padre. Es esta la única y ultima ratio del humanismo cristiano. Pues los hombres no somos iguales per se sino solo “en dignidad”. “No hay judío o griego, no hay siervo o libre, no hay hombre o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Gál. 2, 36-28).

El consejo es la capacidad de encontrar la palabra adecuada para obrar en los casos particulares en vista al fin último sobrenatural.

El don de ciencia es el que permite juzgar rectamente sobre las cosas, la creación y relacionarlas con Dios.

Viene luego el entendimiento que es la intuición que nos permite penetrar en las cosas sagradas, como las enseñanzas de Jesús, sin errores de interpretación.

Por último tenemos el don de la sabiduría que nos permite gozarnos en las cosas divinas y está más allá de la ciencia y el conocer. El término sabiduría indica originariamente “sabor”, y así señala el gusto por las cosas de Dios.

Como vemos los dones del Espíritu Santo poseen una relación jerárquica que va de la condición más elemental a la más elevada. Y nosotros sabemos por la axiología que los valores más bajos son más fuertes que los valores más altos, pero que, paradójicamente, los más altos dependen de los más bajos para poder existir.

Con la moción donal pasa lo mismo. Así, por ejemplo, no podemos recibir y ejecutar plenamente el don de la sabiduría, o el del entendimiento o de la ciencia o del consejo o el de la piedad o el de la fortaleza si previamente no detestamos el pecado a través del temor de Dios.

El temor de Dios, que es el menos perfecto y más bajo de todos los dones, está en la base de la relación del cristiano con Dios. El temor que fue definido por los filósofos como un malum futurum no se dirige a Dios en sí que como tal es el bien supremo, sino a su justo castigo a nuestras culpas. Y ese castigo divino tiene que ser entendido como un bien para el pecador. Recuerdo una vieja oración al acostarse: Dios me cubre con su manto, con su manto de color, donde no hay ruego ni temor sino a Dios nuestro señor.

Se equivoca Hegel cuando en su Filosofía del derecho proclama que el régimen más justo es aquel en que el culpable reclame su castigo como su derecho. Pues el culpable, el pecador, no solicita castigo sino que, en el mejor de los casos, pide perdón. El castigo y su posibilidad siempre es vivido con temor por el hombre.

Para cerrar esta breve meditación con el autor que comenzamos diremos que para Nimio de Anquín el hombre en tanto animal racional es un ente del Ser que es el primer huésped que inhabitó su conciencia a partir de la filosofía griega. El nuevo huésped fue el Dios cristiano ¿pueden inhabitar los dos?. “el Dios creador agapístico no excluye del todo al Ser, mientras que Dios creador omnipotente, que continua siempre en tiniebla impenetrable, sí lo excluye absolutamente….La palabra símbolo para una conciliación, es participación, bien pudiera darse así una cohabitación cordial”

Esta distinción entre el Dios cristiano concebido como Amor, más aún como amor de amistad, y el Dios omnipotente, el de temor y temblor de Abraham marca, en forma definitiva, la incapacidad desde el judaísmo de hacer metafísica.

Porque Jehová excluye absolutamente al ser greco-parmenídeo. La tradición griega y la tradición judía son tradiciones que se oponen, que no se complementan ni pueden complementarse.

Cuando nosotros afirmamos alegremente que nuestra tradición es judeo cristiana es un dislate, un error garrafal, pues nuestra tradición es heleno cristiana. Lo que tiene de judeo cristiana es el antiguo testamento, pero solo como texto, ni siquiera como interpretación.

El más publicitado filósofo argentino de estos últimos años, José Pablo Feinmann, afirma en múltiples escritos que: “El cristianismo no inventó nada original: es la consecuencia directa y extrema del judaísmo”

El afirmar que el cristianismo no inventó nada, más allá de lo que hubiera inventado el judaísmo es, o bien, exaltar al judaísmo sobremanera o bien, desconocer el cristianismo en su esencia.

Pues, así como Dios para los judíos es el creador desde la lejanía infinita, el sin rostro de Moisés. El Dios cristiano además de creador ex nihilo=desde la nada, único rasgo en común con el de los judíos, es Dios-ágape, es el Dios con rostro que se hace hombre y que significamos en la cruz.

¿Qué quiere decir que Dios es ágape? Que Dios es amor, donación de sí, que mueve por aspiración y no por temor. El misterio de la perichorésis o circuminsesión, como hemos visto, sólo se explica por el amor. Esto ha sido, y por lo que vemos sigue siendo, incomprensible para la inteligencia judía. Por más que se desgañiten Martín Buber con la relación yo-tú o Emanuel Levinas con el rostro del otro. Es que su inteligencia está condicionada por su preconcepto del Dios judío omnipotente y lejano vivido por la criatura como amenazante.

El asunto es que el concepto de amor no es comprendido. Y corta es la inteligencia judía en el tema del amor y sobre todo, del amor cristiano. Es por ello que si recorremos la literatura, de autores judíos, que es millonaria en libros, sobre el tema, estos siempre, pero siempre, siempre terminan equiparando: 1) amor a filantropía (ponga el lector el filántropo que quiera) o 2)  amor a humanidad (se proclaman a sí mismos maestros en humanidad, sobre todo luego de la segunda guerra mundial).

En cuanto al concepto de amor griego, como es sabido, posee tres acepciones: ágape, philia y eros, pero estos pensadores quedan detenidos y limitados en el eros (recuerde el lector los dueños de las grandes cadenas de pornografía y prostitución mundial). En contados casos llegan a la philía, pues viven a los otros como amenaza,  pero jamás a la compresión acabada del sentido agapístico.
Porque para comprender el ágape hay que salir de sí en donación al otro y esto es incongruente y contradictorio para la inteligencia judía donde prima la razón calculadora. Y es lógico, no se puede poner la inteligencia y el existir en aquello que no se comprende.



(*) arkegueta, mejor que filósofo

buela.alberto@gmail.com 


www.disenso.info

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