RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

viernes, 21 de octubre de 2016

AL AVARO SE LE VA LA OLLA




UNA REFLEXIÓN SOBRE LA AVARICIA


Manuel Fernández Espinosa

La avaricia es un pecado capital que frecuentemente pasa desapercibido. Frente a los otros pecados capitales cuyos efectos parecen más visibles, la avaricia es un pecado que quien lo padece lo lleva con mayor discreción que, pongamos por caso, la soberbia, la lujuria o la ira que no pueden disimularse tan fácilmente. Como apenas se habla de pecados en esta sociedad empecatada, bueno será que recordemos lo que Tomás de Aquino decía sobre estos pecados capitales: "Un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable, de manera tal que en su deseo, un hombre comete muchos pecados, todos los cuales son originados en aquel vicio como su fuente principal" (Suma Teológica, II-II: 153:4); los vicios capitales son, por lo tanto, la madre de todos los pecados. Los modernos pueden pensar que estos vicios ya han sido erradicados, en virtud del progreso, pero nada más lejos de la realidad. Los pecados capitales no desaparecerán nunca: nos acompañan desde que somos hombres y nos acompañarán en este mundo mientras haya humanidad. Y aunque no hubiera moneda, en tanto que haya bienes, la avaricia siempre ha sido y será una de las flaquezas humanas.

Todas las culturas antiguas lo intuyeron así y de ello es la prueba la prolífica literatura que sobre la avaricia podemos enumerar. La "Aulularia" de Plauto es sin duda uno de los documentos más antiguos que podemos alegar. Aunque la "Aulularia" (traducido el título por lo común como "La comedia de la olla") no se conserva íntegra, se nos ha conservado lo suficiente como para contemplar todo el ridículo y enfermizo comportamiento que genera en el viejo Euclión el hallazgo de un tesoro en una olla. El tesoro había sido escondido por un antepasado del mismo Euclión en su propia casa y será el dios Lar el que dispone todo para que la olla sea encontrada por Euclión, con el propósito de enloquecerlo en su afán de ponerla a salvo para que no se la arrebate nadie. El dios Lar quiere premiar la piedad de Fedria, la hija de Euclión, por lo que favorece el descubrimiento del tesoro doméstico: pero, ¿no hubiera sido más fácil disponerlo todo para que fuese la beneficiaria quien encontrara la olla por sí misma? Leyendo la comedia se deduce que, por muchos motivos, era mejor que primero se la encontrara su cicatero progenitor, entre otras cosas para desencadenarle una fiebre obsidional por conservar y poner a buen recaudo el tesoro, perderlo a la postre y, lo más importante, por lo que podemos colegir de los fragmentos que de la comedia se han conservado, terminar curando a Euclión de su avaricia, por lo que éste mismo termina reconociéndose recuperado de los males que le acarreaba aquel vicio: "Ni de noche ni de día tenía un momento de tranquilidad. ¡Ahora podré volver a dormir!". La divinidad doméstica ha recompensado la piedad de Fedria por vías tortuosas, con el resultado feliz de haber exorcizado los demonios de la avaricia de su padre. La comedia no sólo es una muestra del mejor humor de los antiguos, donde se imita lo risible y feo de un carácter humano, sino que en Plauto adquiere hasta proporciones de catarsis que -según los preceptos aristotélicos- quedaba reservada para la tragedia: pues el viejo Euclión queda purificado de su obsesiva adhesión a su olla de oro.

Pudiéramos decir que la "Aulularia" aborda un tema tan universal que pareciera tener como un eco en uno de los cuentos tibetanos cuyo protagonista es el popular personaje Aku Tonpa (lo que podría traducirse como el Tío Maestro). En uno de esos preciosos cuentos que el tibetólogo español Iñaki Preciado Idoeta ha traducido y que titula "La olla de oro", vemos que otro es el argumento, pero Aku Tonpa -a manera del Lar de la "Aulularia"- también entreteje lo que pudiéramos llamar un timo, por el cual Aku Tonpa le devuelve la olla que el avaro le ha prestado con una olla pequeña y así lo hace varias veces cada vez que se la torna a devolver, hasta que lo acostumbra; cuando el avaro le pregunta que de qué modo la olla que le devuelve trae otra consigo, Aku Tonpa le persuade de que la olla ha parido. La codicia de la esposa del avaro hará el resto: ésta convence a su marido para que la próxima vez que le preste una olla a Aku Tonpa, la olla sea de oro en la confianza de que le devuelva la olla de oro con su "cría" de oro también. Pero la vez que el avaro le da la de oro, Aku Tonpa la destroza y reparte los trozos de oro entre los pobres. Cuando el avaro le requiere la olla, Aku Tonpa le dice que la olla de oro se ha muerto. "¿Cómo es posible que la olla muera?" -le increpa el avaro que se las prometía tan felices.

-¿Acaso no sabes que todo aquello que puede parir hijos es algo que nace y muere? Vuestras ollas eran capaces de parir, luego por fuerza algún día también morirían. -le responde Aku Tonpa.

El cuento popular tibetano se convierte así en un castigo a la avaricia, a la vez que de él se desprende una enseñanza sobre la transitoriedad de la existencia mortal en este mundo.

En la literatura española no podemos olvidar el episodio del "Cantar de Mio Cid", cuando el Cid Campeador se aprovecha de la avaricia de los judíos Raquel y Vidas, tomándoles un préstamo en metálico a cambio de arcas llenas de arena. El avaro siempre es burlado: pierde la olla, se reparten sus tesoros, cambia sus tesoros por arena. Así también el Harpagón de "L'Avare" de Jean-Baptiste Poquelin, más conocido como Molière. Y más tarde, desde un enfoque mucho más introspectivo, Charles Dickens nos pintará con todas sus miserias a Ebenezer Scrooge que, al igual que el Euclión de Plauto, será curado -cristianamente- de su sórdida tacañería.

El liberalismo económico, el capitalismo, ha hecho de la avidez avarienta un título de honor que, calculadamente repartido entre los beneficiarios y accionistas de las sociedades de finanzas, parece haber perdido la censurable gravedad que reviste cuando, por ejemplo, el avaro es un individuo perfectamente identificable, al cual sufren aquellos que tiene alrededor que quedan menoscabados por el afán depredatorio y acaparatorio del avariento. En el capitalismo los avaros se han invisibilizado, pero siguen siendo tan grotescos y abyectos que poco importa que por arte de birlibirloque (y todo lo que quieran invocar el ficticio bienestar económico) hayan disuelto su avaricia en el anonimato. 

La enseñanza tradicional sobre la avaricia no consiste tanto en la hilarante cuan miserable conducta del avaro, sino en lo vulnerable que éste es en cuanto cifra su felicidad suprema en los bienes materiales (sus ollas de oro, sus cofres) mientras labra su desgracia: desgracia que los demás aprueban y ríen. Y, tal como sentencia la moral clásica de los buenos tiempos: la mejor forma de librarse de esta lacra es fomentando el amor y la práctica de esa virtud que es maleada por la avaricia: la virtud de la generosidad que los dioses lares y los maestros tibetanos premian y que el verdadero Dios siempre recompensa

BIBLIOGRAFÍA:

Suma Teológica, Santo Tomás de Aquino.

Aulularia, Plauto.

Poética, Aristóteles.

Historias mágicas del Tíbet, Iñaki Preciado Idoeta.

Cantar de Mio Cid, anónimo.

El avaro, de Molière.

Cuento de Navidad, Charles Dickens. 

  

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