RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

viernes, 17 de marzo de 2017

O LA HONRA O LA TIRANÍA

 
Representación de El Alcalde de Zalamea, año 1909. Fuente: wikipedia


LA HONRA COMO RESTAURACIÓN DE LA SOCIEDAD NORMAL


Manuel Fernández Espinosa


En las más diversas sociedades y pueblos, la pertenencia a un grupo social ha estado indisolublemente unida al cumplimiento de unas normas que pueden o no estar escritas, pero que por tradición han de ser observadas por todos los miembros del grupo para no buscarse la expulsión y sus consecuencias. Las indudables ventajas de formar parte de una comunidad siempre ha tenido como contrapunto la aceptación y cumplimiento de unos requisitos que se presumen y siempre hay que estar dispuesto a mostrarlos. Si no entendemos esto, será imposible comprender toda la cuestión fundamental de la Honra.

En la sociedad estamental de la España de los siglos de oro, la Honra tuvo un doble aspecto como bien supo precisar Gustavo Correa, cuando estudiaba el teatro nacional del siglo XVII. Había una Honra "vertical" que correspondía a la posición social del individuo en la escala social y que le venía por su alcurnia (propiamente dicho era el Honor) y una Honra "horizontal" que "descansaba por entero en la opinión que los demás tuvieran de la persona" -escribe el mismo Correa. Vamos a poner a un lado esa honra vertical que afectaba a un sector de la población por su pertenencia a un estamento privilegiado y cuya adquisición venía la mayor parte de las veces de nacimiento, para centrarnos en la "honra horizontal", esto es: la Honra que, a excepción de algunos grupos marginales, obligaba a todos, desde el pechero al hidalgo.

Tiene a su vez la Honra una doble faz: es, por un lado, inherente al individuo, pero no por ello es cosa particular, puesto que por otra parte la Honra depende de la opinión que el grupo tiene de su miembro, por lo que la Honra no pertenece de un modo inajenable al fuero interno del individuo o de la familia, sino al fuero externo de todos los demás con los que pertenece a la comunidad. Ésta puede ejercer su derecho a la "excomunión" de quien pierde la Honra. Y la misma comunidad dispone de ese derecho fundamental y constitutivo, pues sin él la comunidad no podría permanecer como tal comunidad: si permitiera que sus miembros transgredieran las normas que por tradición la han formado, la comunidad dejaría de serlo.

La Honra era algo que se presuponía, pero que a la vez de preciosísimo bien, era uno de los más frágiles bienes, por eso se la comparaba con el vidrio. Al hombre se le presumía la hombría y a la mujer el pudor, la honestidad y la castidad: cualquier acto de cobardía o vileza propios de un hombre quebrantaba la Honra del varón, pero la honra masculina también podía ser fácilmente vulnerada por el desvirgamiento, consentido o forzado, de una hija o por la infidelidad conyugal de la esposa. En esos casos, limpiar la Honra implicaba no pocas veces el derramamiento de sangre y, según lo ocurrido, se preveía perfectamente lo que había que hacer, puesto que todo estaba reglamentado en las leyes. Por ejemplo: 

"Sobre cómo el marido no puede matar a uno de los dos adúlteros y dexar al otro: Si mujer casada faze adulterio, ambos sean en el poder del marido y faga dellos lo que quisiere e de lo que han, así no puede matar él uno dellos e dexar al otro".

El marido que mataba al amante de su mujer y dejaba viva a la adúltera sufría la pena de muerte o, dependiendo del lugar, también se le podía castrar como ocurría en Cuenca.

La mujer se convertía en la clave de la Honra. La mujer promiscua podía biológicamente dar hijos, pero no podía dar hombres de bien, de ahí que uno de los insultos más generalizados en la sociedad española fuese (y todavía sea, aunque se ha perdido su sentido original) el de "hijo de puta". 

"Hijo de puta" es la injuria por excelencia desde tiempos inmemoriales. En los momentos previos a entrar en la batalla de las Navas de Tolosa, se hallaban allí el Señor de Vizcaya y su hijo. El padre había sufrido la deshonra de haber sido abandonado por su esposa, fugándose ésta con un herrero burgalés, y su hijo -recordándole el mal papel que se decía había hecho su padre en la anterior batalla de Alarcos- le dijo: "Padre, haced hoy para que no me llamen hijo de cobarde". A lo que el Señor de Vizcaya le respondió: "Llamaos han hijo de puta, pero no hijo de traidor". De esta forma fue como el padre, respondiendo por sí, le dio uno de los más sonados zascas de la historia de España a su vástago. El Señor de Vizcaya, cuya reputación se había visto empañada por su acción militar en la derrota de Alarcos, así como por la infidelidad de su esposa adúltera, parece no responder nada más que por sí mismo. Y ante la insolencia del hijo que parece que le cuestiona su valor en la batalla, todavía es capaz de revolverse y quedar por encima del joven, recordándole que peor que cualquier otra cosa en este mundo es haber sido parido por mala mujer.

En las vísperas de otra batalla sería el arquero Arjuna el que declara que:

"¡Oh, Krisna!, cuando la irreligión ["a-dharma": no deber, sin Ley Eterna] prevalece en la familia, las mujeres de ésta se corrompen, y de la degradación de la mujer, ¡oh, descendiente de Varshni!, surgen los hijos no deseados [la mezcla, la confusión de las castas]" (Bhagavad Gita)

La vida de los miembros de la comunidad ha de ser transmitida por mujeres honradas, para que los dados a luz puedan participar para bien del "varnasrama-dharma" (el sistema social de las castas por su ocupación perfectamente ordenada)

La cuestión de la Honra, lo mismo en la remota India como en España, es un tema que trasciende el ámbito privado, afectando considerablemente a la naturaleza y contextura de la misma sociedad. Alfonso García Valdecasas apuntaba, en su precioso ensayo "El Hidalgo y el Honor", la insoslayable importancia social y política que reviste el asunto de la Honra: "...el problema contemporáneo es éste: si la masa es ajena al honor, en la medida en que prevalezca en la realidad social, favorecerá la corrupción tiránica del gobierno. Recíprocamente, la forma tiránica fomentará la masa social en detrimento del espíritu de sociedad y de comunidad. La alianza de esos dos factores encierra una amenaza sombría para la vida del espíritu". Entendamos aquí lo de "vida del espíritu" como la vida propiamente humana que no puede ser reducida a lo material. 

En las tiranías -entendidas como degeneración de los regímenes monárquicos, aristocráticos o democráticos- interesa devastar todo sentido de la Honra, para así descomponer el cuerpo social que será más manejable para los propósitos de su despótico dominio: y eso puede ocurrir lo mismo en una democracia, que en un sistema aristocrático o monárquico cuando lo que se hace pasar como tal ha venido a tiranía. La tiranía tiene más fácil manipular y explotar a una masa "ajena al honor" que a una sociedad en la que la Honra sea eficaz vínculo entre los miembros que la componen.

La sociedad tradicional disponía de sus recursos para ejercer la benéfica presión sobre todos los que la componían con miras a que la misma sociedad no se desintegrara: corporaciones diversas, familias, individuos, todos estaban "vigilados" por todos, la opinión pesaba. En el desenlace final de "La Regenta", Clarín nos pinta el rechazo social que sufre la adúltera: "Y se la castigó rompiendo con ella toda clase de relaciones. No fue a verla nadie." La muerte o una suerte de ostracismo era el correlato a una transgresión.

Se ha desdibujado el exacto y conveniente sentido de la Honra. Mediante una curiosa combinación demagógica, la Honra empezó a ser cuestionada: se la convirtió en cosa estrictamente privada y personal (nadie podía quitarla, si el que creía tenerla estaba persuadido de tenerla), se tornó la Honra en algo así como un sentimiento particular para quien lo quisiera tener, algo del todo independiente a la opinión del resto con el que se convive; se censuraron los violentos modos de corregir la deshonra, reputados como crueles y antiguos. Algunos grupos étnicos, como el gitano, todavía conservan celosamente un sentido de Honra que cohesiona a la comunidad: de ahí que todavía entre ellos la virginidad de la mujer casadera sea algo de tan alto valor: mantienen todavía entre ellos usos como la pedida, el miramiento y la prueba del pañuelo. La "integración" de la comunidad gitana a la sociedad nos merece todo el respeto cuando se trata de incorporarlos como nuestros vecinos, tras tantos siglos de extrañamiento y no pocos conflicos como los que hemos sufrido gitanos y payos sobre el mismo suelo. Pero permítaseme expresar mi desconfianza sobre la "integración" que se pregona desde las instituciones oficiales, pues ya sabemos a lo que se dedican estas. Salta a la vista que el tema de la "integración" se emplea como pretexto para despojar a la comunidad gitana de sus señas de identidad (concretamente las relacionadas con la Honra que tan políticamente incorrectas son) y la "integración" no puede convertirse en truco para disolver la comunidad gitana en la misma "sociedad" (más bien simulacro de tal) que ha rechazado el concepto de la Honra hasta deshacerlo casi por completo. Hay quien todavía, entre nosotros, habla de "dignidad", pero la "dignidad" -no nos engañemos- es un insaboro sucedáneo de la Honra. 

La tiranía que hoy ejerce su hegemonía sobre la "sociedad" apenas ha tenido que emplearse contra la Honra, pues esta misma tiranía se aposentó sobre el desprecio y disolución de la Honra de todos y cada uno de los que se la dejaron perder. Y esta tiranía no será liquidada hasta que restituyamos la Honra, convirtiéndola en el engrudo de la sociedad que hemos de reintegrar tras esta desintegración transitoria en que nos encontramos.

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