RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

viernes, 4 de noviembre de 2016

FERNANDO VILLALÓN, EL TRADICIONALISTA DE LA ATLÁNTIDA

Fernando Villalón, a caballo y con la garrocha


MAGIA, TOROS Y POESÍA... HETERODOXIA Y TRADICIÓN EN FERNANDO VILLALÓN

Manuel Fernández Espinosa


La vida de Fernando Villalón podría constituir por sí misma un voluminoso anecdotario que daría cuenta de su genio y figura; para unos, Villalón sería un aristócrata ganadero y atrabiliario que, como Rafael Alberti nos recuerda, entre otras muchas anécdotas: "Se decía que su ideal como ganadero de reses bravas se cifraba en obtener un tipo de toro de lidia que tuviera los ojos verdes". Para su servidumbre y para todos en general era hombre llano, generoso si no pecara de manirroto, castizo, poeta brujo que presumía de lanzar maldiciones que secaban ríos y zahorí mágico de óleos de Murillo que, según afirmaba, era capaz de detectar bajo la costra, más que pátina, del tiempo, gastándose los cuartos en cuadros de dudosa autenticidad. Teósofo, ocultista, conde y ricohombre que dilapidó su hacienda, negado para los estudios y para la vida de la alta sociedad para la que su origen noble parecía reclamarle y que, como le hizo a los estudios de Derecho, burló de un capotazo con arte torero. Sin duda, Fernando hubiera sido en Atenas un filósofo, a medio camino de Sócrates y de Diógenes el Cínico. Pero muchas veces, así ha sido, toda la vida mágica (en todos los sentidos) de Villalón nos ha escamoteado su poesía.

Nació nuestro poeta, el 31 de mayo de 1881, en la misma casa donde pasaría a mejor vida Santa Ángela de la Cruz, una de las santas más populares de Sevilla, hijo de D. Andrés Villalón-Daoiz y Torres de Navarra y doña Ana Halcón y Sáenz de Tejada, bautizado como Fernando Villalón-Daoíz y Halcón y, como mayorazgo de su casa, sería el VIII Conde de Miraflores de los Ángeles (título primoroso que no podía ser más poético para alguien como él). Fue criado amorosamente por sus padres (de lo cual es señal el diario que todavía se conserva y que fue escribiendo su padre, relatando los pormenores de la más tierna infancia de Fernando hasta que éste cumplió los tres años), se crió rodeado de criados afectos casi familiares que le transmitieron toda la sabiduría como la superstición y el sentido mágico que el pueblo humilde sevillano conservaba con mayor eficacia que las clases ilustradas. Con el tiempo se haría asiduo de la Rama Fraternidad de la Sociedad Teosófica y, por si fuese poco, enamorado de Concepción Ramos Ruiz, mujer de clase humilde, conviviría con ella hasta su muerte sin casarse nunca, todo estos escándalos le costarían la excomunión de varios obispos y que se le cerrarán las puertas de la Real Maestranza de Caballería. Pero, una vez presentado sucintamente el personaje, vayamos a su obra poética. 

Villalón compaginó su vida ganadera con las juergas, la teosofía, la tauromaquia, el espiritismo y la poesía. Parece que empieza a escribir en 1918 (digo parece, pues siempre puede darnos sorpresas la obra todavía desconocida de un poeta como Villalón); siempre combinará magistralmente la musa popular y castiza con la más culta o vanguardista; de Villalón son aquellos versos que, bien escogidos de su "Diligencia de Carmona", popularizaría la canción "Siete Bandoleros bajan" de Antonio Salazar Barrull, más conocido como "El Zíngaro"; pero Villalón no podía reducirse a la poesía popular, por eso también explora las posibilidades del vanguardismo, como las que ofrece el ultraísmo que nació al calor de las tertulias itinerantes del gran traductor Rafael Cansinos Assens.  

En mayo de de 1926 había escrito "Taurofilia racial" que es toda una apología de la tauromaquia y, como no lo he podido leer, recurriré a la síntesis que ofrece Alejandro G. García sobre este libro: "En pocas líneas Villalón [en este libro] condensa los principales equívocos que han convertido el mantenimiento de las corridas de toros en un asunto no ya de gustos o sensibilidad sino metafísico, espiritual y patriótico, conceptos que los tradicionalistas colocan por encima de la voluntad democrática, pues afecta, a su juicio, a algo más importante; los raigones de su mitología" (artículo de este autor, "Taurofilia racial", publicado en el ABC de Sevilla, 29-7-2010). El tema taurino sería una constante en Villalón, dada su predilección por la ganadería que era su modo de vida, es por ello que, según Alberti: "Se proponía escribir por aquel tiempo una especie de historia de la tauromaquia, que titularía: "De Geryón a Belmonte", pues afirmaba, con cierta gracia y razón, que el primer torero conocido era Hércules, robador de los toros bravos del rey mítico de Tartessos".

Villalón edita revistas, como "Papel de Aleluyas", con su íntimo amigo Adriano del Valle y también escribe en las revistas de poesía que bullen en aquellos años 20, cuando se va cuajando la que luego sería llamada, por ello mismo, "Generación del 27"; generación a la que Villalón pudiera pertenecer con todo derecho, si no hubiera sido por quedar su producción poética tan arrinconada por la posteridad. Pero de sus libros, el que me parece logrado por su autor hasta hacerle merecedor de pasar a la historia de nuestra literatura, es "La Toríada", del año 1928. En ésta obra maestra está quintaesenciado Villalón: el mundo de los toros, todo su esoterismo plasmado en silvas gongorinas que lo mismo recurren a impactantes imágenes populares que a las más cultas filigranas de un barroquismo siglo XX, el esoterismo y la autoctonía racial que fue su constante vital: tradicionalista pudiéramos llamarle a éste heterodoxo, si el tradicionalismo llegara a los más remotos tiempos de la Atlántida. En febrero de 1928 escribía nuestro poeta a su gran amigo, el poeta Mauricio Bacarisse, primo del compositor Salvador Bacarisse: "Estoy pasando la época más triste de mi vida. Así, de toda mi vida. Ni tengo ganas, ni aptitud para nada. El día se me va de las manos en cuatro fruslerías (...). Pronto recibirás mi nuevo parto La Tauromaquia (Poema en silva de 580 versos)".

El poemario vería la luz titulándose, no "La Tauromaquia", sino "La Toríada", con reminiscencias homéricas. Se apuntan algunas fuentes como serían Rubén Darío, Salvador Rueda o Felipe Cortines Murube con "El poema de los toros" de 1910. Pero Villalón que había leído a estos poetas (a los que sin duda apreciaba), tenía un mundo dentro de sí que se hizo patente en "La Toríada" con elementos muy propios.

La elección de la silva (serie métrica que combina endecasílabos y heptasílabos y con rima asonante) como estrofa para su gran poema heróico no fue al albur: recuérdese que un año antes de darse a la estampa "La Toríada", el 17 de diciembre de 1927, un puñado de los poetas de la Generación del 27 (no todos) se reunieron en el Ateneo de Sevilla para conmemorar el III Centenario de D. Luis de Góngora que, con sus "Soledades", había elevado la silva a estrofa que preferirían todos los culteranos. Los escenarios que Villalón nos pinta en "La Toríada" no podían encontrar mejor estrofa que la silva, por ajustarse ésta a los cánones de la poesía de tema campestre. Pero, el mismo tema que desarrolla, a horcajadas de lo mítico y lo heróico, también cumplía con el sentido "revolucionario" que a la silva le había dado el mismo Góngora y por lo que tan denostado fue. El lenguaje culterano y barroquizante que Villalón despliega en este poema se adapta muy a propósito también a los sentidos esotéricos que nuestro poeta "oculta" en "La Toríada".

"La Toríada" abre evocando el paisaje de las dehesas y las marismas: 

"Llanuras sin confín, lagos de plata
rizados por los vientos marineros;
horizonte soldado con luceros
a la bruma de ocasos escarlata.

Soledad marismeña, serenata
de silencio dormido en los esteros;
una cuerda de cisnes viajeros,
al cielo con la tierra, en plumas ata."

Se nos pinta, con una imaginería riquísima, el bufar del toro, los latigazos de su rabo, el afilamiento de sus cuernos, las embestidas y los movimientos ecuestres de los garrochistas (centauros, para Villalón) que hacen la redada de los toros bizarros destinados a la lidia. 

Pudiéramos decir que el corazón de "La Toríada" reside en el trágico diálogo que mantiene el coro de los toros bravos (bicornios), una vez apresados por los garrochistas, con el coro de los toros mansos (Eunucos). Villalón se sirve de este poético rifirrafe entre toros de lidia y toros mansos para ofrecernos lo que pudiéramos llamar una doble dialéctica (creadora y destructora) que el gran hierofante nos muestra en su poema:

-En el plano subyacente de este diálogo de toros bravos y toros mansos, está la lucha entre el ganadero (híbrido de hombre y caballo: "centauro") y el toro, animal totémico que puede ser considerado ctónico y autóctono (hijos de Gerión), solar (combatiente que no se deja domar y quiere vivir libre sobre sus campos y bajo su cielo) y lunar (que ha renunciado a la lucha, para seguir existiendo bajo la férula del hombre y a costa de la pérdida de sus propios testículos). Recordando lo que Alberti nos contaba y que más arriba citábamos, podemos decir que el hombre tiene en el Hércules que roba los toros de Gerión al "proto-torero".

-En un primer plano, más explícito, lo que en el diálogo de "Bicornios" y "Eunucos" encontramos es la imposibilidad de entenderse los toros de raza y los toros templados por la domesticación, lo que supone la lucha entre el principio viril, marcial y heróico, cifrado en los "Bicornios", y su opuesto irreconciliable: el desvirilizado, afeminado, burgués y pacífico. Es elocuente que los "Bicornios" cierren cada uno de sus parlamentos con los versos:

"¡Oh padre Gerión, que no vasallos
seamos de los hombres y caballos".

Mientras que los "Eunucos" les exhortan a la obediencia y la resignación, afeándoles su bravura, abriendo siempre sus amonestaciones con los versos:

"¡Toros de atlante fatuos y cerriles..."

Y cerrándolos con:

"...Al kármico destino
entregarse, y seguid vuestro camino".

Por su parte, los "Bicornios" no deponen su bravura de casta, llamándoles a los mansos:

"Pecheros viles del ingenio humano,
que el hombre, con su arte,
vasallos de Mercurio y no de Marte
-unciendo vuestras astas con sus manos-,
hizo, a despecho de viril despojo;
cultura por sonrojo,
letras por humillada frente uncida,
no trocará la atlante taura gente...".

Quedan, pues, bien diferenciados los contrarios: la masculinidad y marcialidad (Marte) de los toros raciales para la lidia y la desvirilización ("a despecho de viril despojo") de los toros domesticados (por el ingenio, la cultura y el arte humanos) que son tributarios de Mercurio, dios del comercio y los burgueses pacíficos. Son una misma raza en su origen zoológico, pero en los toros bravos se ha conservado, pura y sagrada, su masculinidad genesíaca, mientras que en los cabestros, ésta ha sido eliminada por la mano del hombre, desvirtuándolos, dejándolos impuros y profanados, como castrados (desvirilizados). 

El misterio que subyace en el mundo del toro está íntimamente ligado a las fuerzas primigenias de la creación, la sexualidad y la muerte. De ahí que en el toro se viera como un poder sagrado y mágico, a cuya proximidad podía hasta curarse la homosexualidad; así lo pone de relieve la antigua leyenda del obispo Ataúlfo que, hallado en pecado nefando, fue arrojado a un toro con el propósito... No de castigar la sodomía del obispo Ataúlfo, tampoco de probar -a manera de ordalía- su homosexualidad (pues se infiere de los relatos medievales que bien se sabía), sino que lo echaron al toro para que, al contacto con el animal fecundador y virilizador, el obispo pudiera quedar librado de su bujarronería. A Villalón también lo asiste la arqueología cuando atribuye a Marte el "patronazgo" de los toros de lidia: ya lo afirmaba Diodoro y, ha sido cumplidamente refrendado por la arqueología ibérica, que el Marte hispánico es un Marte Taurino, lo cual pone una nota singular que no se halla en todos los cultos relativos al toro: España sigue siendo diferente.

Al final de "La Toríada" el "Centauro" (no dudemos que es el mismo Villalón, metamorfoseado poéticamente en Centauro) eleva la voz para lamentar la destrucción del mundo ganadero que sucumbe bajo el implacable avance triunfal de la agricultura y la urbanización.

"Perseguidos los hijos de los ríos,
los del lago, y los monteríos,
por la surcante Diosa Agricultura;
sus siervos depilando la espesura
del monte esbelto y del lacustre llano,
nuestros reinos cercena
-dijo el centauro-, y su ansiosa mano
a la intrincada selva nos condena".

Van arrasándose las formas tradicionales de vida ganadera y hasta las Ninfas -el mundo mítico- huyen de nuestro mundo, mientras las máquinas lo invaden: los tractores de vapor (que fue los que conoció Villalón) empiezan a roturar la gleba, los aviones en el cielo...

"Dioses recientes en la Tierra reinan,
por gigantescos monstruos defendidos,
de acero, uñas, y de gasolina
alas y ruedas, que veloces peinan
el aire..."

La naturaleza va siendo colonizada por el hombre y su razón que imponen a la libertad originaria trabas y un orden geométrico, como ocurre en el monocultivo olivarero; así los acebuches aislados desaparecen, y ya todos los olivares son filas de olivos:

"Aquél que en la corona
del risco alzaba sus nudosos brazos,
-acebuche indomable-, entre los lazos
de su ingenio cayó; triste y cautivo
-en fila india-, por el puerto asoma 
esclavo y culto olivo."

El poema termina con la que dijéramos elegía por un mundo que parece eclipsarse: el selvático y elemental, el primordial y mítico, o... tal vez no se eclipsa, sino que fenece. 

"La Toríada" es, sin duda, un gran poema, complejo, no apto para todos los públicos, difícil de comprender si no se poseen las claves mitológicas y esotéricas para franquear las puertas de esas palabras que, en su conjunto armónico, contienen la sabiduría poética, taurina y atlántida de Villalón. Villalón sabía como ningún otro de su generación de estos profundos arcanos del Toro: su vida giraba alrededor del Toro y sus conocimientos esotéricos le brindaron todas las claves necesarias para hacer un magno poema como es "La Toríada", obra por la que merecería más fama como poeta que por esas anécdotas de su vida que tanto hemos reído quienes las conocemos.

martes, 1 de noviembre de 2016

LA "PIETAS" Y EL PATRIOTISMO


 
Larario romano


LA PIEDAD COMO ACTITUD Y CULTURA


Manuel Fernández Espinosa


Eugenio d'Ors nos invita a pensar en las diferencias que distinguen la tumba del simple enterramiento y concluye que en la tumba puede verse "una voluntad en los supervivientes [del difunto sepultado] de superación del tiempo, de victoria sobre el mismo" y es, por ello, que para el filósofo catalán: "la Historia empieza en el arcano telúrico de las tumbas". Para Ernst Jünger: "La cultura se basa en el tratamiento que se da a los muertos; la cultura se desvanece con la decadencia de las tumbas".

La cultura, etimológicamente, deriva de "cultus" ("colo, colere") que significa cuidado del campo y, por extensión, cuidado de algo. No puede haber cultura en sentido fuerte si no hay piedad (pietas); Cicerón subjetivó este "cuidado", entendiéndolo como el cuidado del alma en una esmerada educación filosófica: "cultura animi", pero con antelación esta "cultura" es la que se manifiesta mediante una liturgia religiosa que expresa -en palabras y gestos, ofrendas y rito- la "pietas".

La antigua Roma sintió en sus mejores tiempos ese respeto religioso por la tradición y por el deber social de la "pietas" que pautaba la vida y hormaba el carácter del romano, tanto en el ámbito doméstico (privado) como en el público. Y así se constituye el auténtico patriotismo, que no el nacionalismo (que ni es ni será nunca lo mismo).

La piedad que el cristianismo haría sinónimo de "compasión" no estaba reducida a un mero sentimiento, era todavía más: era una actitud. Pero, entonces, ¿qué es la piedad? La filósofa María Zambrano ensayó una definición que nos parece aproximada: "Piedad es saber tratar con lo otro". Lo "otro" es para Zambrano la misma realidad que supera lo que es (el ser: el ser puede decirse, "de muchas maneras" -como quería Aristóteles), pero la realidad no sólo alberga bajo sí el "ser", también acoge lo que, no "siendo" como suelen "ser" las cosas que la razón somete (que la razón puede decir), no quita ello que no lo haya. El mundo de lo numinoso (lo sagrado que diría Eliade) es, para Zambrano, algo inaprehensible para la razón que no lo capta ni puede reducirlo y, por ello mismo, ha resultado que el desenvolvimiento de la civilización moderna racionalista (ni mucho menos una evolución, tampoco un progreso) haya omitido o suprimido directamente una gran parte de la realidad que, por no someterse al lenguaje conceptual del ejercicio de la razón, se ha venido despreciando. Pero, sigue diciendo Zambrano, el que no se haya podido "conceptualizar" todo esa dimensión de la realidad, no quiere decir que no la "haya". 

La piedad, decimos, envolverá sentimientos (y, entre ellos, bien es verdad que el de la compasión), pero la piedad no es en primer lugar un sentimiento, ni tampoco queda exclusivamente reservada a "compadecerse": la piedad es una actitud y, ante todo, un "hacer" (o, por lo menos, participar) en la liturgia cultual que "trata con lo otro": con los difuntos, con el "más allá", trato que ya constituye de suyo "cultura", "cultivo", "cuidado", "tratamiento" con algo que nos supera.

"El mundo sagrado -escribe Zambrano- es la realidad desnuda, hermética, sin revelar. En la inmensidad, el hombre quiere orientarse con estas acciones sagradas. Lo primero que se le ocurre no es pensar, sino hacer. En el hacer hay algo más pasivo que en el pensar; la acción sagrada es una acción pasiva, como se muestra en toda la ambigüedad del sacrificio, suprema acción que un hombre o una estirpe solamente tiene derecho a realizar y que siendo ofrecimiento es respuesta a esa presión que la realidad sin límites ejerce".

El culto doméstico del romano giraba alrededor del hogar, expresándose a través de sacrificios, de ofrendas de alimentos y flores a los antepasados, como vemos que hacen los personajes de la "Aulularia" de Plauto. Y no olvidemos que en el hogar está el fuego doméstico (alrededor del cual -Agni- los indoeuropeos, en India por ejemplo, construyeron su religión): en el cristianismo, ese fuego ha pervivido en los cirios, lamparitas y "mariposas" que todavía se encienden honrando la memoria de los difuntos.

La sofisticación del culto romano a los muertos (entendido como cuidado) alcanzó un grado complejo en que se tipificaban los espíritus de los ancestros en varias clases de "númenes": lares, penates, manes y lemures. De puertas adentro, los lares y penates tenían en la casa romana su lugar de honor: así es como nos lo presenta Petronio en su "Satiricón", cuando nos describe la casa de Trimalción: "Al final, en una esquina, vi un gran armario en cuyos anaqueles se habían colocado unos Lares de plata...". En lo público, los espíritus de los difuntos (Manes y Lémures) eran honrados dos veces al año.

Según este complejo sistema necrolátrico romano, las almas de los difuntos buenos de la familia se divinizaban en Lares y Penates que podían intervenir en los asuntos terrenales, bendiciendo a sus descendientes (ver "Aulularia") cuando estos les "tratan" con "piedad", pero, si por lo contrario, esos difuntos habían sido viciosos y vituperables se convertían en Larvas y Lemures y, cuando se tenía dudas sobre la moralidad de sus acciones, se les llamaba Manes. A los Manes se les daba culto en las tumbas, a las Larvas y Lemures en los lugares más siniestros, y a los Penates y Lares en el hogar. Apuleyo en "De Deo Socratis" lo expone con meridiana claridad: "El espíritu del hombre, tras salir del cuerpo, pasa a ser una especie de demonio que los antiguos latinos llamaban Lemures. Las almas de aquellos difuntos que habían sido buenos y tenían cuidado y vigilaban la suerte de sus descendientes, se llamaban Lares familiares pero las de aquellos otros inquietos, turbulentos y maléficos que espantaban los hombres con apariciones nocturnas se llamaban Larvas y, cuando se ignoraba la suerte que le había cabido al alma de un difunto, es decir, que no se sabía si había sido trasformada en Lar o en Larva, entonces la llamaban Manes". Es curioso, pero parece que tanto en la palabra "lar" como en "larva" se halla la misma raíz: "lar", por más que larva sea referido a algo maligno, posiblemente lascivo, horrible, espectral y, asimismo es interesante advertir que también servía para referirse a las "máscaras": considérese todas las fiestas invernales que en la vieja Península Ibérica y en toda Europa conmemoran a los difuntos con mascaradas. 

Por su parte, el Lar es el dios benéfico, pero localizándolo en el hogar, en el fuego del hogar; y esto se ha conservado hasta nuestros días, superando incluso la acometida racionalista. Así lo hace patente el erudito fray Alejandro del Barco que escribe a finales del siglo XVIII: "De esta costumbre [de consagrar a los Lares el hogar] aún existen algunos vestigios en la casa de los labradores antiguos y, especialmente, en las de campo, en cuyos hogares o chimeneas penden unas cadenas que rematan en un gancho de que cuelgan los calderos en que guisan a las que las llaman "Llares"." 

Los Manes, como más arriba hemos dicho, eran venerados en sus tumbas y de ahí que, en las lápidas funerarias, sus familiares mandaran grabar las letras "D. M. S." (Dis Manibus Sacrum: consagrada a los dioses manes). Ovidio, por su parte, exhorta a "Aplacad las almas de los padres y llevad pequeños regalos a las piras extintas. Los manes reclaman cosas pequeñas: agradecen el amor de los hijos en lugar de regalos ricos. La profunda Estige no tiene dioses codiciosos". Y el mismo Ovidio es el que recuerda que cuando decayó el culto a los manes en sus sepulcros, por estar ocupados los romanos en las guerras y descuidar este culto, "dicen que nuestros abuelos salieron de sus tumbas, quejándose en el transcurso de la noche silenciosa. Dicen que una masa vacía de almas desfiguradas recorrió aullando las calles de la ciudad y los campos extensos. Después de este suceso, se reanudaron los honores olvidados de las tumbas". En la epigrafía funeraria romana de la Bética, el epitafio más común rezaba: Pius in suis (piadoso [en el trato] con los suyos) y frecuentemente rematado con el S. T. T. L. (Sit Tibi Terra Levis: séate la tierra leve). No podía decirse nada mejor de un difunto que ese "Pius in suis".

Los romanos llamaban colectivamente a estos espíritus como "di indigites" (los dioses indígenas, patrios), por ello Virgilio, en sus "Geórgicas", los invoca de este modo: "Dioses patrios, Indígetes, y tú, Rómulo, y tú, madre Vesta, que guardas el Tíber etrusco y el Palatino romano...". Los "indigitamenta" constituían para los pontífices (los artífices del puente entre éste y el otro mundo) de la antigua Roma los libros en que se registraban los nombres públicos (exotéricos) y secretos (esotéricos) de los dioses patrios, así como los rituales asociados a cada uno de ellos.

La "pietas" y sus "cultos" fundamentan el patriotismo genuino. El patriotismo no arranca de una "idea", más o menos abstracta, de un cuerpo político -sea la "polis", la "urbs" o la "nación"- más o menos amplio, sino que arranca del mismo hogar doméstico, allí donde los vivos dan el "trato" que merecen a sus muertos, donde se realiza el trato con lo "otro" (los que ya están ausentes por haber fallecido, pero cuya "presencia" invisible se "mantiene", se "sabe" y se "cultiva" con el esmero piadoso, mediante el cuidado de sus tumbas, las rogativas, el sacrificio supremo de las Misas en sufragio de sus almas, conservándoles el recuerdo, la veneración y el amor). Y del íntimo del hogar, el patriotismo verdadero se dirige a las tumbas, a los camposantos: antiguamente emplazados en el sagrado suelo de los templos parroquiales, ahora en los cementerios "semi-secularizados". Es así como a la solidaridad en el espacio con los prójimos, se acopla una solidaridad superior de carácter mucho más duradero y fundador: la solidaridad en el tiempo con las generaciones que nos antecedieron.

Queda, pues, recuperar la "pietas" en su sentido profundo y exacto, algo sobre lo que los romanos, a quienes tanto debemos, erigieron su cultura milenaria y más fecunda. Algo que nuestros antepasados católicos supieron cristianizar sin damnificar el poderoso influjo de lo "otro" (la Iglesia Triunfante y la Iglesia Purgante) en el más acá. Sin eso no puede haber cabal patriotismo, tampoco cultura: en todo caso tendremos esas caricaturas grotescas del nacionalismo o el mundialismo que pretenden sustituir con sus imposturas todo nuestro marco de referencias, destruyendo nuestra identidad y los sagrados vínculos del ser humano concreto con el suelo y la sangre. Esa la viña que Dios nos ha dado en este mundo para que la cultivemos y demos fruto.

Mariposas de difuntos

BIBLIOGRAFÍA:

D'Ors, Eugenio, "La ciencia de la cultura", Rialp, Madrid, 1964.

Jünger, Ernst, Obra completa.

Cicerón, "Cuestiones Tusculanas".

Plauto, "Aulularia".

Petronio, "El Satiricón".

Virgilio, "Geórgicas".

Ovidio, "Fastos".

Apuleyo, "De Deo Socratis".

Eliade, M. y Couliano, Ioan P., "Diccionario de las religiones".

Ogilvie, R. M., "Los romanos y sus dioses".

Del Barco, Alejandro, "La antigua Ostippo y la actual Estepa".

Recio Veganzones, Alejandro, "Nueva Epigrafía Tuccitana".

Zambrano, María, "El hombre y lo divino" (especialmente "El trato con lo divino: la Piedad")

jueves, 27 de octubre de 2016

GÓNGORA: LA CORTEZA Y LA MEDULA



PARA UNA REAPROPIACIÓN DE GÓNGORA

Manuel Fernández Espinosa

Sobre la obra poética de Luis de Góngora siempre ha pesado la acerva incomprensión. Y una sombra de oprobio tampoco ha dejado de pesar sobre la figura del mismo Góngora, tan duramente atacado por Lope de Vega o por la maliciosa musa de Quevedo. No obstante, siempre tuvo sus valedores y los encontró tanto en su época como en la posteridad. Aunque se le atribuye a la Generación del 27 la recuperación de Góngora en el siglo XX, años antes, ya en 1922, cuenta Alfonso Reyes que Azorín había impulsado en fecha desconocida un "Góngora Club" -una sociedad "secreta" más de las que había ideado el ínclito noventayochista. Y, es cierto, que -como sentencia Alfonso Reyes al hilo de estas empresas culturales casi soterráneas de Azorín: "Pequeñas causas, grandes efectos". Que la pléyade poética del 27 se reuniera alrededor del centenario del tan preclaro cuan obscuro cordobés, bien pudiera ser uno de los "grandes efectos" resultantes de esos pequeños aportes azorinianos.

Los conocedores de la producción literaria gongorina concuerdan, por descontado que salvando a Quevedo que no lo podía ver ni en pintura (imaginamos que ni en el retrato de Velázquez), en que la poesía de Góngora es tolerable e incluso encomiable en lo que constituye su obra exotérica: romances, letrillas... Más popular, inspirada y clara como el agua cristalina. Sin embargo, a partir más o menos de 1610, su poesía se torna oscura. Cascales, uno de sus primeros críticos, lamentó ese viraje comparando la primera etapa con la de un "ángel de luz" y reservando a la última etapa de la poesía gongorina el calificativo de etapa propia de un "ángel de tinieblas". Son sobre todo la "Fábula de Polifemo y Galatea" y las "Soledades" las obras que le merecieron más incomprensión y sañudos ataques. Quevedo fue, sin duda, el más encarnizado de sus enemigos aludiendo más de una vez a los orígenes judaicos de Góngora, lo cual desmiente la prosapia de sus apellidos. Por Argote, era D. Luis descendiente de Ruy Martínez de Argote y, por lo Góngora, lo era de D. Ximeno de Góngora, ambos caballeros se hallaron en la Batalla de las Navas de Tolosa: Góngora era un hidalgo venido a menos que, al igual que Quevedo, podía tener tanta sangre judía en sus venas como la que tenía cualquier hidalgo español de aquel entonces, sin que se escapara el mismo Quevedo.

Según Menéndez y Pelayo la oposición a Góngora tuvo seis agrupaciones literarias como focos implacables de antigongorismo: 1) Los humanistas (Pedro de Valencia y el más arriba mencionado Cascales); 2) La escuela sevillana (con Jáuregui como portavoz); 3) La escuela nacional y popular que representaba Lope de Vega. 4) Quevedo al frente de la escuela conceptista y 5) La escuela lusitana que, representada por Faría y Sousa, elevaba a Camoens a modelo absoluto de toda lírica y épica.

Por lo que atañe a los defensores de Góngora pudiéramos decir que se alistaron Juan López de Vicuña, José Pellicer de Salas y Tovar, Martín de Angulo y Pulgar, Andrés de Almansa y Mendoza, Francisco de Córdoba, Juan Francisco Andrés de Uztarroz y Enrique Vaca de Alfaro Gómez... Y la lista se extiende a lo largo de las centurias hasta el mismo siglo XXI.

Si en la forma, también en el fondo, las "Soledades" constituyen el poema, a la vez que incompleto, el más ambicioso como el más esotérico del poeta cordobés. Pensó escribir cuatro "Soledades", pero sólo quedaron una íntegra y la segunda en estado parcial: poetas del 27, como Rafael Alberti, pretendieron completar las "Soledades" con relativa eficacia. Estamos por lo tanto ante una obra que aspiraba a la monumentalidad y que se vio truncada por razones varias que no es ahora el caso comentar. La complejidad del lenguaje culterano, las alusiones mitológicas y clásicas, el barroquismo llevado a sus retorsiones más extrañas arroja el resultado, en las "Soledades" de Góngora, de una escandalosa provocación para algunos en todas las épocas (Menéndez y Pelayo la calificará de "nihilismo poético"), por un lado, así como por otra parte suscita la admiración de cuantos han llegado a quedar fascinados por la medula que bajo cifra culterana quedó en esa obra que constituye un desafío para la inteligencia. Y, lo más importante, es un desafío lanzado por el mismo poeta a la posteridad; un reto a las inteligencias del que era consciente el mismo Góngora que, en su defensa, alega en una carta: 


"Pregunto yo: ¿han sido útiles al mundo las poesías y aun las profecías (que vates se llama el profeta como el poeta)? Sería error negarlo; pues, dejando mil ejemplares aparte, la primera utilidad es en ellas la educación de cualesquiera estudiantes de estos tiempos; y si la obscuridad y estilo entrincado de Ovidio (...) da causa a que, vacilando el entendimiento en fuerza de discurso, trabajándole (pues crece con cualquier acto de valor), alcance lo que así en la lectura superficial de sus versos no pudo entender, luego hase de confesar que tiene utilidad avivar el ingenio, y eso nació de la obscuridad del poeta. Eso mismo hallará V. m. en mis "Soledades", si tiene capacidad para quitar la corteza y descubrir lo misterioso que encubren". (La cursiva es mía)

Las "Soledades" de Góngora no son, como escribió Menéndez y Pelayo, un sonrojante epílogo a una obra que era digna en su juventud: "Llega uno a avergonzarse -escribió Menéndez y Pelayo- del entendimiento humano cuando repara que en tal obra gastó míseramente la madurez de su ingenio un poeta, si no de los mayores (como hoy liberalmente se le concede), a lo menos de los más bizarros, floridos y encantadores en las poesías ligeras de su mocedad". Tampoco es un pedantesco y absurdo ejercicio poético -como parece a primera vista- que se resuelve en una vacía "jerigonza", tal como Quevedo denigraba el estilo del cordobés. Por muchos motivos: de sensibilidad estética en Menéndez y Pelayo o personales, en Quevedo, no se quiso ir al fondo de las "Soledades". Pero algo encubren las "Soledades", incluso a pesar de quedar truncadas: un mensaje que, toda vez descifrado, podrá mostrarnos la "filosofía" de Góngora, entendiendo como tal la visión del mundo que en su madurez quintaesenció en sus versos el desengañado y maltratado poeta que, tan pobre como injuriado por sus contemporáneos, se anticipaba siglos antes a lo que más tarde serían llamadas "vanguardias artísticas" desde un profundo sentido tradicional inspirado en los moldes griegos y latinos; con razón pudo Eugenio d'Ors ponerlo -en "El Valle de Josafat"- con Monteverde, diciendo de ambos: "Dos barrocos de la vanguardia. En ellos, la pasión rompe las formas. El barroquismo es el primer romanticismo. Es la interjección romántica, no articulada todavía". Si se hubiera limitado a la poesía de los romances y las letrillas, hoy no ocuparía el lugar que ocupa en nuestra literatura. Pero, no obstante, la importancia adquirida en la historia de la literatura siempre es relativa, dado que las etiquetas y los lugares comunes parecen exculparnos de penetrar la corteza de los textos para extraer su medula.

Es por ello que, a Góngora, como a todos nuestros grandes poetas, toda generación debe apropiárselo, hacerlo suyo a su manera, deshaciéndose de la ganga que mezcla en los manuales de texto "opiniones públicas" que no son más que "perezas privadas" y que, a la postre, impiden una asimilación. Pues, como atinadamente acertó a decir García Lorca: "A Góngora no hay que leerlo, sino estudiarlo".

En eso andamos.

viernes, 21 de octubre de 2016

AL AVARO SE LE VA LA OLLA




UNA REFLEXIÓN SOBRE LA AVARICIA


Manuel Fernández Espinosa

La avaricia es un pecado capital que frecuentemente pasa desapercibido. Frente a los otros pecados capitales cuyos efectos parecen más visibles, la avaricia es un pecado que quien lo padece lo lleva con mayor discreción que, pongamos por caso, la soberbia, la lujuria o la ira que no pueden disimularse tan fácilmente. Como apenas se habla de pecados en esta sociedad empecatada, bueno será que recordemos lo que Tomás de Aquino decía sobre estos pecados capitales: "Un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable, de manera tal que en su deseo, un hombre comete muchos pecados, todos los cuales son originados en aquel vicio como su fuente principal" (Suma Teológica, II-II: 153:4); los vicios capitales son, por lo tanto, la madre de todos los pecados. Los modernos pueden pensar que estos vicios ya han sido erradicados, en virtud del progreso, pero nada más lejos de la realidad. Los pecados capitales no desaparecerán nunca: nos acompañan desde que somos hombres y nos acompañarán en este mundo mientras haya humanidad. Y aunque no hubiera moneda, en tanto que haya bienes, la avaricia siempre ha sido y será una de las flaquezas humanas.

Todas las culturas antiguas lo intuyeron así y de ello es la prueba la prolífica literatura que sobre la avaricia podemos enumerar. La "Aulularia" de Plauto es sin duda uno de los documentos más antiguos que podemos alegar. Aunque la "Aulularia" (traducido el título por lo común como "La comedia de la olla") no se conserva íntegra, se nos ha conservado lo suficiente como para contemplar todo el ridículo y enfermizo comportamiento que genera en el viejo Euclión el hallazgo de un tesoro en una olla. El tesoro había sido escondido por un antepasado del mismo Euclión en su propia casa y será el dios Lar el que dispone todo para que la olla sea encontrada por Euclión, con el propósito de enloquecerlo en su afán de ponerla a salvo para que no se la arrebate nadie. El dios Lar quiere premiar la piedad de Fedria, la hija de Euclión, por lo que favorece el descubrimiento del tesoro doméstico: pero, ¿no hubiera sido más fácil disponerlo todo para que fuese la beneficiaria quien encontrara la olla por sí misma? Leyendo la comedia se deduce que, por muchos motivos, era mejor que primero se la encontrara su cicatero progenitor, entre otras cosas para desencadenarle una fiebre obsidional por conservar y poner a buen recaudo el tesoro, perderlo a la postre y, lo más importante, por lo que podemos colegir de los fragmentos que de la comedia se han conservado, terminar curando a Euclión de su avaricia, por lo que éste mismo termina reconociéndose recuperado de los males que le acarreaba aquel vicio: "Ni de noche ni de día tenía un momento de tranquilidad. ¡Ahora podré volver a dormir!". La divinidad doméstica ha recompensado la piedad de Fedria por vías tortuosas, con el resultado feliz de haber exorcizado los demonios de la avaricia de su padre. La comedia no sólo es una muestra del mejor humor de los antiguos, donde se imita lo risible y feo de un carácter humano, sino que en Plauto adquiere hasta proporciones de catarsis que -según los preceptos aristotélicos- quedaba reservada para la tragedia: pues el viejo Euclión queda purificado de su obsesiva adhesión a su olla de oro.

Pudiéramos decir que la "Aulularia" aborda un tema tan universal que pareciera tener como un eco en uno de los cuentos tibetanos cuyo protagonista es el popular personaje Aku Tonpa (lo que podría traducirse como el Tío Maestro). En uno de esos preciosos cuentos que el tibetólogo español Iñaki Preciado Idoeta ha traducido y que titula "La olla de oro", vemos que otro es el argumento, pero Aku Tonpa -a manera del Lar de la "Aulularia"- también entreteje lo que pudiéramos llamar un timo, por el cual Aku Tonpa le devuelve la olla que el avaro le ha prestado con una olla pequeña y así lo hace varias veces cada vez que se la torna a devolver, hasta que lo acostumbra; cuando el avaro le pregunta que de qué modo la olla que le devuelve trae otra consigo, Aku Tonpa le persuade de que la olla ha parido. La codicia de la esposa del avaro hará el resto: ésta convence a su marido para que la próxima vez que le preste una olla a Aku Tonpa, la olla sea de oro en la confianza de que le devuelva la olla de oro con su "cría" de oro también. Pero la vez que el avaro le da la de oro, Aku Tonpa la destroza y reparte los trozos de oro entre los pobres. Cuando el avaro le requiere la olla, Aku Tonpa le dice que la olla de oro se ha muerto. "¿Cómo es posible que la olla muera?" -le increpa el avaro que se las prometía tan felices.

-¿Acaso no sabes que todo aquello que puede parir hijos es algo que nace y muere? Vuestras ollas eran capaces de parir, luego por fuerza algún día también morirían. -le responde Aku Tonpa.

El cuento popular tibetano se convierte así en un castigo a la avaricia, a la vez que de él se desprende una enseñanza sobre la transitoriedad de la existencia mortal en este mundo.

En la literatura española no podemos olvidar el episodio del "Cantar de Mio Cid", cuando el Cid Campeador se aprovecha de la avaricia de los judíos Raquel y Vidas, tomándoles un préstamo en metálico a cambio de arcas llenas de arena. El avaro siempre es burlado: pierde la olla, se reparten sus tesoros, cambia sus tesoros por arena. Así también el Harpagón de "L'Avare" de Jean-Baptiste Poquelin, más conocido como Molière. Y más tarde, desde un enfoque mucho más introspectivo, Charles Dickens nos pintará con todas sus miserias a Ebenezer Scrooge que, al igual que el Euclión de Plauto, será curado -cristianamente- de su sórdida tacañería.

El liberalismo económico, el capitalismo, ha hecho de la avidez avarienta un título de honor que, calculadamente repartido entre los beneficiarios y accionistas de las sociedades de finanzas, parece haber perdido la censurable gravedad que reviste cuando, por ejemplo, el avaro es un individuo perfectamente identificable, al cual sufren aquellos que tiene alrededor que quedan menoscabados por el afán depredatorio y acaparatorio del avariento. En el capitalismo los avaros se han invisibilizado, pero siguen siendo tan grotescos y abyectos que poco importa que por arte de birlibirloque (y todo lo que quieran invocar el ficticio bienestar económico) hayan disuelto su avaricia en el anonimato. 

La enseñanza tradicional sobre la avaricia no consiste tanto en la hilarante cuan miserable conducta del avaro, sino en lo vulnerable que éste es en cuanto cifra su felicidad suprema en los bienes materiales (sus ollas de oro, sus cofres) mientras labra su desgracia: desgracia que los demás aprueban y ríen. Y, tal como sentencia la moral clásica de los buenos tiempos: la mejor forma de librarse de esta lacra es fomentando el amor y la práctica de esa virtud que es maleada por la avaricia: la virtud de la generosidad que los dioses lares y los maestros tibetanos premian y que el verdadero Dios siempre recompensa

BIBLIOGRAFÍA:

Suma Teológica, Santo Tomás de Aquino.

Aulularia, Plauto.

Poética, Aristóteles.

Historias mágicas del Tíbet, Iñaki Preciado Idoeta.

Cantar de Mio Cid, anónimo.

El avaro, de Molière.

Cuento de Navidad, Charles Dickens. 

  

domingo, 16 de octubre de 2016

EL REINO DE LAS LUCES




CARLOS III ENTRE EL VIEJO Y EL NUEVO MUNDO, DE IGNACIO GÓMEZ DE LIAÑO

Manuel Fernández Espinosa


"El reino de las luces. Carlos III entre el viejo y el nuevo mundo" (2015) es una obra reciente del filósofo Ignacio Gómez de Liaño (Madrid, 1946). El autor es, sin ninguna duda, uno de los filósofos de más fuste en la España contemporánea por sus propios méritos, pero a la vez es un gran desconocido para el público por no prestarse a los tejemanejes de los premios editoriales. Aunque su familia es oriunda de Peñaranda de Bracamonte, Ignacio Gómez de Liaño abrió los ojos en Madrid y en la villa y corte empezó su actividad cultural, primero en las vanguardias como poeta, conoció a Salvador Dalí y mantuvo con el pintor catalán una buena amistad. Licenciado y doctorado en Filosofía por la Universidad Complutense, ha sido profesor de Estética en la Escuela Superior de Arquitectura de la Politécnica de Madrid, profesor más tarde de Ciencias Sociales en la Complutense y profesor visitante en la Universidad de Estudios Extranjeros de Osaka y Pekín.

Mérito de Ignacio Gómez de Liaño es haber descubierto -en un estudio que pudiéramos denominar arqueología de las ideas filosóficas- que los mandalas empleados por religiones de Extremo Oriente, como el hinduísmo y el budismo, son productos procedentes de los diagramas mnemotécnicos empleados por las antiguas escuelas helenísticas y, más tarde, usados por las sectas gnósticas de los primeros siglos del cristianismo.

El presente libro que comentamos -"El reino de la luces. Carlos III entre el viejo y el nuevo mundo"- no es una biografía de Carlos III ni tampoco un estudio exhaustivo del reinado de Carlos III. Lo que el autor nos ofrece es un friso de lo que constituyó el reinado de Carlos III en lo concerniente a empresas culturales (como las excavaciones de Pompeya y Herculano, que bien pueden ser consideradas las primeras cavas arqueológicas modernas o los primeros pasos de la arqueología prehispánica en Iberoamérica), las expediciones científicas comandadas por los científicos y marinos españoles, las primeras andanzas de la antropología comparada o la etnografía, auspiciados por España, o la ayuda prestada por España a la independencia de las colonias británicas de Norteamérica.

El libro sale al paso de muchos de los atávicos clichés de la Leyenda Negra antiespañola y pone las cosas en su sitio con la solvencia que caracteriza a un polígrafo como Gómez de Liaño. El capítulo dedicado a la Guerra de la Independencia estadounidense es una magnífica reivindicación de la verdadera aportación de la España carolina a los rebeldes que fundaron los Estados Unidos de Norteamérica, una gesta que, si por un lado movilizó al gobierno español contra Inglaterra, aliándose a los rebeldes useños y a Francia, por otro lado suscitaba las reservas de no pocos políticos españoles que sospechaban lo que podría deparar la constitución de una nueva nación (que ya en sus inicios apuntaba maneras de convertirse en una ambiciosa potencia que, andando el tiempo, vendría en efecto a perjudicar severarmente los intereses españoles en Amércia; toda aquella ayuda en dinero, armas, munición, apoyo logístico, ropa... Sería muy pronto olvidada por sus máximos beneficiarios: y ni siquiera nos pagarían sus deudas.

El libro se cierra con la muerte de Carlos III y con el descubrimiento en México de la famosa Piedra del Sol poco después de la defunción del Rey Arqueólogo. En este hallazgo arqueológico novohispano -con el que se exhumó un testimonio pétreo de tiempos de crueles hecatombes humanas- Gómez de Liaño ve como el símbolo de la clausura de un tiempo de luces que coincide con el último esplendor de España que, como canto de cisne, llega a su máxima expansión imperial y la apertura de una edad sombría, en la que vuelven los holocaustos a dioses terribles, esta vez bajo la máscara de las ideologías modernas que inmolarán millones de vidas en los altares tenebrosos de la Diosa Razón jacobina y, más tarde, a todos esos ídolos de las ideologías modernas que le siguen en los siglos XIX y XX.

El libro constituye una apología, bien fundada, de los logros de España bajo el reinado de Carlos III que se convirtió en el árbrito de la vida política internacional. Y se muestra como una excelente propedéutica cultural al legado del siglo XVIII, a veces tan injustamente silenciado incluso por los mismos compatriotas que resaltan sus sombras y soslayan sus luces.

domingo, 2 de octubre de 2016

CRÍTICAS

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Por Antonio Moreno Ruiz
Historiador y escritor


Cuando uno es escritor, tiene que aceptar las críticas. Gusten más o gusten menos, es así. Todo lo que no haga en la vida estará sujeto a críticas, como nos enseñó con sus cuentos el infante Don Juan Manuel, allá por el Medioevo. La república de las letras no iba escapar a tal cosa.

Recuerdo que cuando publiqué la novela “Los salvadores de la mafia” (1) comprobé que, gracias a Dios puedo decir que soy profeta en mi tierra y en Bollullos de la Mitación, mi pueblo del alma, el libro se vendió como rosquillas. Recibí muy buenas críticas en general, pero hubo una que me llamó más la atención: A un paisano le había encantado la novela pero el final lo vio flojito. Un amigo cordobés también me dijo que se quedó con más ganas, como si la novela fuese “demasiado definitiva”. Y bueno, estas críticas, lejos de molestarme, sirvieron para estimularme en mis trabajos. Ahí sigo dándole a la tecla y tengo muy en cuenta las críticas y los consejos.

Asimismo, cuando más nuevo, mis profesores me decían que era muy barroco. Otros me decían que se me notaba la influencia del romanticismo. Probablemente, eso me ha acompañado con los años, pero creo que me he ido puliendo. Eso sí: Uno nunca deja de encontrarse errores y de aprender. Y para eso, aparte de escribir, hay que leer.

Hasta aquí creo que todo bien. “Fresco”, como dicen en Colombia. Pero hay críticas y críticas. La crítica de verdad, reitero, se acepta y hasta se agradece. El problema viene cuando algunos amigos perplejos refieren, no sin rubor, asombro y hasta consternación, que en cierto estercolero de internet me ponen a parir cada vez que escribo algo. Y en verdad escribo bastante, así que hay quien se toma bastante trabajo. Y cuando voy a algunos enlaces que me refieren, me encuentro con lo de siempre: Toda una corte de frikis marujonas y cobardes que, a entrambas orillas de la mar océana, se amparan en el anonimato para difamar, tergiversar, manipular y confundir mis escritos, poniendo cosas en mi boca que yo jamás he dicho, y demostrando lo incapaces e impotentes que son al exhibir una incomprensión lectora que va más allá del infantilismo. Resulta que según este microsector virtual/marginal, yo soy agente de Putin y estoy en contra de la seguridad social. Eso para empezar. Casi nada…

Y en verdad, vive Dios que debería estarles agradecido, porque nadie me da más publicidad. Pero hay que reconocer que esa obsesión da yuyu. Hay algo oscuro por ahí. Y más allá de los peligrosos  y oscuros"gustos" de cada cual, lo que va más allá de la casualidad es que se ponen con espumarajos nerviosos cuando un servidor osa criticar a instituciones tan poco recomendables como la Unión Europea o la OTAN. Se conoce que, como me tienen tan presente, al ser yo una de sus máximas referencias, esto les irrita especialmente. ¡Quién osa perturbar la tranquilidad de sus putas vidas!

Cuando en el Año de Nuestro Señor de 2013, Manuel Fernández Espinosa, Luis Gómez y un servidor iniciamos la aventura de elaborar una revista cultural hispánica (de nuestro puño y letra, sin anonimatos rastreros), yo también sabía que me exponía a las críticas. Muchas veces, desde posiciones izquierdistas, se me ha criticado con un mínimo de coherencia. Sin embargo, las “peores” críticas las he recibido siempre de esta caterva de mamarrachos, compendio junto y revuelto  derechoides/frikifachas/pseudotradis. Lo mejor de cada casa, vamos…

Hablando de críticas, desde estos circulitos se me ha dicho a veces que si soy “grosero” por hacer algún que otro poema o artículo jocoso. Y yo me pregunto: ¿Es que han leído La Celestina de Fernando de Rojas o Las desgracias del ojo del culo de Francisco de Quevedo? Sólo por ponerle dos títulos para que se ilustren un poco. Tanta anglofilia vuelve puritana a la gente, a la par que más tonta todavía, por imposible que ello parezca. 

Así las cosas, no nos extrañe que en tres décadas en España nada se haya construido en el “área patriótica”; un área que está muerta y cuya apestosa falsedad sólo se halla en los escombros de las redes sociales; redes que, lejos de ser aprovechadas, han servido para terminar de sepultar las sempiternas pedorretas de cabezas huecas que van de maestros politólogos cuando en verdad están impidiendo que brote nada nuevo o bueno. Porque es que son hasta antipáticos. No valen ni para tomarse una cerveza. Seguro que van a un bar y amargan a los parroquianos. Con esas caras, no necesitan disfraces para el carnaval. Entre ellos se contará el que le quitó la cartera al hombre lobo y el que le hace los mandados a Drácula. Y es que hay frikis, locos o etc. que tienen gracia, pero estos no valen ni para eso. A decir verdad, no valen para nada y se empeñan en demostrarlo, que es lo malo. Pero peor aún que eso es que por culpa de este ganado haya tanta gente potencialmente buena que se haya quemado y se haya ido a su casa, asustada, confundida y asqueada de tanto tiparraco que está más colgado que unos cojones en un andamio, que tiene más tonterías que un mueble-bar y que no quiere salir de su terapia de autoayuda; de tanto abrazafarolas picándose a ver quién es el rey de la tertulia más impedida. Desde luego, psicólogos y psiquiatras de más de medio mundo se los tienen que estar rifando a fuer de enjundiosas tesis doctorales. Pero es muy triste, preocupante e indignante el tema. Un tema que no da para creer en conspiranoias, porque con el talento que hay, no hacen falta Anacletos agentes secretos. Esta gente le sale totalmente gratis al sistema. Ya no tienen gente ni para una comilona fantasmagórica. Por eso cada vez resultan más ridículos ciertos pedantes que van por el mundo muy bien anclados en el sistema (sistema que dicen combatir, jajaja), así como esos redactores sensacionalistas de esperpéntica imaginación; los mismos que dan carnets de pureza según antojos y amistades; los mismos que satanizaron tiempo ha la revista “Raigambre” porque les salió del amanerado culo que tienen por cerebro.  Y luego, analicen ustedes las amistades de este farisaico sanedrín…

Ciertamente, la biología se está encargando poco a poco de esta forrajera que no llega ni a pintoresca. El problema, reitero, es el daño que dejan hecho, que va a ser muy difícil de subsanar. No es gente que haya quemado los campos: Les ha echado sal. Y hasta que no nos quitemos esta pesada losa con olor a mierda que han dejado a toda causa noble que se precie, no levantaremos cabeza. Ya sabemos qué no hay que hacer y a quién no hay que parecerse. Y por supuesto, también sabemos quién necesita lijas para cuernos. Aunque algunos de pelados frailunos no llegan ni a eso. 

En fin, que Dios nos coja confesados, y alejémonos (y procuremos que se alejen los potencialmente buenos) de esta peste a la que ya le queda poco. Sigamos a lo nuestro, y el que no pueda, que arree. 
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